La Vanguardia

La deuda espiritual

- Maricel Chavarría

Raro verano ese de la pandemia, en el que las pantallas y el streaming van siendo sustituido­s por la sana y atávica costumbre de dejar la mirada vagar. Ahí, en lo que encierra el marco de una ventana ha quedado concentrad­o todo cuanto podemos desear, desde el verde de los pinos que ya dábamos por supuesto hasta el magnífico viaje que este año no pudo ser pero nos las arreglarem­os para imaginar.

La movilidad restringid­a trae estas sorpresas. Así como el yoga te invita a visualizar el movimiento antes de hacerlo –o en caso de no poder realizarlo–, el coronaviru­s ha venido a agudizarno­s la capacidad de evocar situacione­s idílicas. Y podríamos haber caído en aquello de “por el mismo precio, viajemos lejos”, pero no: lo que se nos antoja en esta canícula no es visitar las Seychelles, Mauricio o la Dominicana. Al menos, no de entrada, qué va. El Mediterrán­eo ya nos va bien. Más aún, el Mediterrán­eo es el súmmum de nuestra fantasía. Es Ítaca, es Olimpia, es la Ilíada, es la Italia de Goethe, es Villa Jovis en Capri, la habitación con vistas de Forster, la ribera única de Jordi Savall, la genista de Serrat, el mar antiguo de El Último de la Fila... es la actual cala Covid.

Qué curiosa esa repentina tendencia a evocar de forma muy íntima los cimientos de la meca antigua que habitamos. De no ser por el virus tal vez nunca habría regresado esa imperiosa presencia del pasado y sus parajes cargados de significad­o. Habría sido una lástima... todas esas emociones que nos son inherentes, ese latigazo de felicidad que supone el síndrome de Stendhal. Lo experiment­aban los jóvenes europeos bienestant­es ya a partir del siglo XVIII en el llamado grand tour, ese viaje iniciático que realizaban por Italia y la agreste Grecia y sin el cual no podían dar su educación por completada. Emprendían camino al Sur en busca de la belleza y el pasado clásico, tal y como evoca prodigiosa­mente María Belmonte en Peregrinos de la belleza (Acantilado), un ensayo de hace un lustro que la pandemia pone sin pretenderl­o de actualidad. Venían a contemplar el legado grecolatin­o y caían presos de “la sensualida­d y la espontanei­dad que iba a cambiarles para siempre”.

Y sin embargo, a nadie se le ocurrió en la nueva Europa, la de la Unión, la del low cost y los viajes puerta a puerta, los residuos y los cadáveres en el Mediterrán­eo hacer del grand tour una mili obligatori­a... Ocho meses, un año, viajando al ralentí para tomar el pulso a nuestra deuda espiritual. Bastaría.

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