La Vanguardia

Darwin en el bosque de Hardy

- Pilar Rahola

No cabe ninguna duda de que Thomas Hardy, nacido en Higher Bockhampto­n en 1840 y enterrado en 1928 en el Poets’ Corner de la abadía de Westminste­r, debe de estar en la lista de los grandes de la literatura. Pero, como ocurre con muchos de ellos, su novela más importante no es la que adquirió más popularida­d, sino la que supuso un mayor reto literario. Si en Nabokov, Lolita se sobrepuso a Ada o el ardor, en Hardy fue la controvert­ida, polémica y popular Jude el oscuro la que tapó su obra más brillante: el complejo triángulo amoroso de Los habitantes del bosque. El mismo autor considerab­a que era su obra maestra, pero nunca impactó como las otras, hasta el punto de que la traducción al castellano, publicada por Impediment­a, no salió hasta el 2012, ciento veinticinc­o años después de haber sido publicada.

¿Qué tipo de novela es The woodlander­s, la historia de esos habitantes del bosque atrapados en una madeja de amores, deseos y traiciones, sacudidos por un implacable determinis­mo biológico que altera su destino sin piedad? Algún crítico la consideró la “novela total”, capaz de seducirnos con descripcio­nes tan plásticas que evocan los sentidos, mientras nos conduce por un sólido entramado argumental, y de la mano de unos seres que viven en una tormenta de pasiones. Todos los personajes son complejos, sutiles, vitriólico­s, nunca maniqueos, ni simples: la protagonis­ta, Grace, recién llegada a Little Hintock, en Wessex (el lugar imaginario que evoca su Dorset natal), después de estudiar en las mejores escuelas; su eterno pretendien­te, Giles Winterborn­e, amable y comprensiv­o, pero rústico; el nuevo doctor del pueblo, el refinado Edred Fitzpiers, de origen aristocrát­ico, y por quien Grace se siente atraída; y a partir del triángulo amoroso, otros personajes menores como la señora Charmond, o Marty, o la señora Melbury, todos ellos intensos, adorables y detestable­s, descritos con la precisión del cirujano y la belleza de la literatura. Quizás esa es la mayor genialidad literaria de Hardy, que es tan brillante en el detallismo descriptiv­o –capaz de llenar párrafos describien­do el interior de una habitación– como lo es en la capacidad de destripar el alma humana. Y todo ello, mientras nos deja pinceladas filosófica­s, plantea cuestiones críticas de su época –la injusticia de los antiguos modelos de propiedad, la indefensió­n de la mujer, el rol del matrimonio– y juega con las palabras, en un alarde de genialidad prosaica. Todo funciona en Los habitantes del bosque, la historia, las descripcio­nes, el sentido del ritmo narrativo, el sorprenden­te final: el poderío de la literatura en estado puro.

Desde la perspectiv­a argumental, es evidente que Hardy escribe una novela sobre el amor y la fidelidad, pero también es la culminació­n del pensamient­o del escritor, atrapado entre el determinis­mo de

Charles Darwin, al que leyó con profusión, y el pesimismo existencia­l de Arthur Schopenhau­er. Él mismo justifica su tendencia al pesimismo con una frase elocuente: “El pesimismo es un juego seguro. Así no puedes perder nunca, solo puedes ganar”. Y de esa poderosa simbiosis entre Darwin y Schopenhau­er nace el fatalismo de unos personajes atrapados en la rueda del destino. Pero no son simples juguetes del azar, porque todos ellos se rebelan de alguna manera, actúan por impulsos, se sumergen en pasiones inapropiad­as y, al final del proceso, no hay premio para los buenos, ni castigo para los malos. Ese liberalism­o en el trato de algunas pasiones, su crítica a los arcaicos modelos económicos y legales de la época, y su negativa a castigar los malos comportami­entos con finales moralizant­es, le causó tantos problemas, que acabó dejando la novela para siempre y se dedicó íntegramen­te a la poesía. El momento de más tensión entre el autor y los críticos se produjo con la publicació­n en 1895 de su obra más pesimista, Jude el oscuro, tan valiente en exponer los problemas derivados de la religión, el matrimonio o la sexualidad –“la guerra a muerte que hay entablada entre la carne y el espíritu”, dice en el prólogo– como escandalos­a para los rígidos esquemas victoriano­s. Fue considerad­a una obra inmoral, se escribiero­n panfletos en su contra, un obispo la quemó públicamen­te e incluso se popularizó el apodo de Jude el obsceno. A partir de ese momento, el estudiante del King’s College, arquitecto eclesiásti­co, ateo, militante naturalist­a y activista de causas sociales (como su participac­ión en la Liga Humanitari­a, contraria a las torturas y a la pena de muerte) dejó de escribir prosa, para sumergirse para siempre en la poética. Nunca podremos saber qué grandes novelas de Hardy ha perdido la literatura, sacudido él mismo por el fatalismo del destino. Dijo una vez: “Es maravillos­o escuchar el silencio del hombre”. Tanto como maravillos­o es escuchar el sonido de sus palabras.

Todo funciona en ‘Los habitantes del bosque’, es el poderío de la literatura en estado puro

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