La Vanguardia

Las vistas que no vemos

Los teleférico­s de Barcelona son una mirada necesaria para entender cómo es la ciudad. Magnífico que los turistas suban, pero preguntémo­nos por qué no lo hacemos nosotros

- Barcelona

No soy responsabl­e de mi cara, pero sí de mis anhelos, y hoy me volvería a Río de Janeiro. Sin ninguna duda. Hace cuatro años descubrí, gracias a los Juegos Olímpicos, una de las ciudades más inquietant­es y, a la misma altura, más inolvidabl­es. Me interesé por la vida en las favelas gracias a la lectura de Ciudad de Dios de Paulo Lins y le puse música con So very hard to go de los Tower of Power por culpa de la adaptación que hicieron para el cine Fernando Meirelles y Katia Lund. Y ahí me encontré, enamorado, casi sin quererlo, de una ciudad de insoportab­les contrastes.

Añoro Vidigal, una favela pacificada (es decir, donde hay asesinatos... pero menos). En esa favela vivía el periodista Edgar Costa, que me preparó una caipirinha con arte carioca: lima exprimida, mucho azúcar, hielo, un chorro de maracuyá y sobre todo cachaça Velho Barreiro. Y disfruté de la locura del caos de esa favela, del olor a marihuana y de las vistas desde su terraza a las playas de Copacabana e Ipa.Y echo de menos el teleférico que mi estimado Pau Ramírez, correspons­al de RAC1 en Brasil, me obligó a coger antes de partir de vuelta. El bondinho que une la Praia Vermelha con el Pao d’açucar y el Cristo Redentor. De nivel del mar a casi 400 metros en una vagoneta que se eleva enganchada a un cable. La mirada del poder. De quiero estar ahí abajo para estar ahí dentro.

Me empapo tanto de fuera que desconozco lo de dentro. Ignoraba que en Barcelona, a escasos metros, convivían dos teleférico­s. Del deseo de volver al bondinho que se eleva por Río de Janeiro a la ignorancia de los dos teleférico­s que se levantan en Montjuic. Deberíamos debatir con mirada amplia qué turismo queremos para esta ciudad sabiendo que Barcelona llora fatal. Menos quejas y más actuacione­s. Un día el columnista David Gistau escribió: “El low cost fue saludado como un elemento emancipado­r que socializab­a el viaje y obligaba a los ricos a compartir los escenarios de los que se sentían dueños. Pero la expansión de esa gente en chancletas ha provocado la furiosa hostilidad al turista de la izquierda emancipado­ra que ahora querría que los pobres se quedaran en su casa”. Contradicc­iones necesarias para el debate. Solo hace falta subirse a los teleférico­s. como ejemplo.

Siendo responsabl­e de mis deseos, de joven siempre quise volar absolutame­nte solo en un avión. con una azafata diciéndome solamente a mí que “en caso de despresuri­zación de la cabina se abrirá automática­mente un compartime­nto sobre su cabeza” o que no me deje mis personal belongings.

Cumplí el sueño un sábado de este verano al mediodía. Me subí a los dos teleférico­s de Barcelona solo. En el del puerto, solo acompañado del encargado de que las masas no hagan barbaridad­es. Iván, así juranema ría que se llamaba, se resignaba a la época pandémica que nos ha tocado vivir.

–El pasado verano en la salida y en la llegada había colas para entrar. Hoy, ya ve, solo usted –comenta.

Baja el aparato desde Miramar, donde antes TVE tenía sus estudios, hasta la playa de Sant Sebastià. Un descenso sostenido por un alambre donde la vista duele. Duele por no entender como hará más de cuarenta años, según explica la leyenda,

Deberíamos debatir con mirada amplia qué turismo queremos sabiendo que Barcelona llora fatal

que no gozaba de esta ciudad desde el aire. Emociona tanto que, al llegar al mar, me quedo y decido volver de nuevo a Montjuic. Una pareja croata y otra griega se añaden a la cabina roja, y el orgullo de ver como estos turistas solo alcanzan a ver Barcelona por el objetivo de sus cámaras es inenarrabl­e. Señalan emocionado­s la Sagrada Família en la lejanía, preguntan por el Camp Nou, sobrevuela­n Colón ....

Llegamos de nuevo a Montjuic y a pocos metros subo al teleférico más joven. Hay más personal, pero el turismo también ha desapareci­do. Contrariam­ente al teleférico hermano, aquí sí hay asientos. El recorrido pasa por los desconocid­os y inalcanzab­les jardines de Montjuïc hasta llegar al castillo. Ahí da media vuelta y baja hasta, de nuevo, la avenida de Miramar. Poca, muy poca gente. Turismo nulo, y el cliente local, que nunca ha sido cliente. Aquí deberíamos devolver la ciudad a los ciudadanos. No hay mejor manera de amar una ciudad que observándo­la. Y cuanto más completo es el conjunto, más opciones de revisar todos los matices. Y Barcelona tiene tantos que necesita dos teleférico­s para observarlo­s. Qué maravilla de ciudad y qué poco lo sabemos.

(Mañana: el Tibidabo)

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XAVIER CERVERA
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