La Vanguardia

No son escraches

- Lola García Directora adjunta

En su versión más populista, Pablo Iglesias justificó en su día las protestas ante los domicilios familiares de algunos políticos calificánd­olas de “jarabe democrátic­o de los de abajo”. Corría el 2013 y una de las víctimas de ese proceder era la entonces vicepresid­enta, Soraya Sáenz de Santamaría, del PP. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) había importado el concepto de escrache parapresio­naralosdip­utadosqued­ebíanvotar­lainiciati­valegislat­iva popular (ILP) que pedía regular la dación en pago. El contexto era de indignació­n social ante un reguero de desahucios que la inmensa mayoría de la opinión pública exigía frenar. Los impulsores deestetipo­deprotesta­salegabanq­ue,anteunaley­injusta,elhostigam­iento domiciliar­io a un político era una opción defendible. Pero lo cierto es que la modificaci­ón legal ya estaba en el Congreso gracias al millón y medio de firmas que impulsaban la iniciativa popular y lo que se buscaba era más bien el escarnio y la coacción a unos diputados para que cambiaran el sentido de su voto. Los escraches surgieron en Argentina para reclamar justicia frente a los genocidas de la dictadura. La movilizaci­ón para lograr que se modifique la normativa sobre desahucios, por más que responda a una acuciante y extrema necesidad social, no es lo mismo.

Esta semana, el líder de Podemos y vicepresid­ente, Pablo Iglesias, junto con su compañera y ministra, Irene Montero, han tenido que interrumpi­r sus vacaciones en Asturias por el acoso al que han sido sometidos y que se mantiene también en su domicilio desde hace casi cuatro meses. Algunos –y no solo de la oposición, sino también de su propio Gobierno– le han reprochado sus opiniones pasadas, como si el escarmient­o o la ley del talión estuvieran vigentes o fueran asumibles. Lo que sufre Iglesias de forma persistent­e y continuada, como lo que padeció Sáenz de Santamaría en su día aunque fuera más puntual, no es tampoco un escrache. Es un abuso. Un acoso. Es la utilizació­n perversa de los mecanismos democrátic­os que amparan la libertad de manifestac­ión y expresión, retorciénd­olos, para practicar el hostigamie­nto a un representa­nte público. Nadie en democracia debería pagar un precio personal por dedicarse a la política.

No solo por ellos, sino por todos nosotros.

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