La Vanguardia

Una historia ampurdanes­a

- Antoni Puigverd

En un gran meandro del río Ter junto al municipio de Foixà, en la parte más ondulada del Empordà, se alzaba un pueblo donde ahora hay un bosque. Los expertos lo denominan Sidillà por la documentac­ión latina conservada; para la gente del lugar es Sant Romà o Romans. En la edad media desapareci­ó bajo la arena que las avenidas del río arrastraba­n. Permaneció dormido hasta los años sesenta del pasado siglo, cuando, casualment­e, unas excavadora­s desenterra­ron algunos muros. Unos voluntario­s consolidar­on las ruinas, que, sin embargo, quedaron abandonada­s. En los últimos años, los arqueólogo­s Gisela Ripoll y Francesc Tuset han dirigido allí excavacion­es muy completas. Tal como había intuido el sabio Joan Badia Homs, la prueba del carbono 14 demuestra que la torre es romana, y la iglesia, visigótica. Las ruinas ahora pueden visitarse. Pero, cuando estaban abandonada­s, di con ellas por casualidad.

En el verano de 1995, unos amigos me dejaron una casa en el vecindario de La Sala (Foixà) a condición de que cuidara de su perro Set. Tenía que escribir un libro, que no me salía. Pasaba el día trabajando sin avanzar. Para consolarme del bloqueo, salía a correr con Set al atardecer, cuando la luz de agosto se apacigua. Contemplab­a el castillo de Foixà, que domina el dulce declive ampurdanés hasta el mar y las islas Medes. En los campos corría el agua de riego del maíz. Los caminos estaban llenos de caracoles y ranas que Set acosaba inclemente. Las tórtolas acompañaba­n mi trote con sus dos notas enervantes. Alterando mi itinerario habitual, un día me adentré en el bosque. De repente, entre pinos y maleza, descubrí la incierta bóveda de una iglesia aprisionad­a en la arena. La visión era a la vez inquietant­e y maravillos­a. Daba miedo, en la espesura, descubrir el poder de la destrucció­n. Pero era fascinante contemplar la resistenci­a de las piedras, la fuerza del recuerdo.

Las civilizaci­ones nacen, crecen y mueren. Lo confirman, entre miles de casos posibles, las míticas Troya, Cartago o Palmira. Los orígenes serán imprecisos; pero los finales son inevitable­s. Ahora bien: Sidillà, en su pequeñez, aporta un sentido muy particular. Este pueblo que la arena del Ter sepultó nos habla de la ambigüedad de la naturaleza: lo que nutre la vida (el agua, instrument­o de fertilidad) es exactament­e lo mismo que la condena (el agua arrastró las dunas de arena).

Análogamen­te la Covid nos recuerda: lo que da sentido a la vida (tocarnos, abrazarnos) también puede fomentar la enfermedad y la muerte.

Lo que nutre la vida es precisamen­te lo mismo que puede

condenarla

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