La Vanguardia

Márai, el burgués paria

- Pilar Rahola

Todo gran escritor debería legar unas memorias, no solo porque la literatura tiende a agrandarse con la memorístic­a, sino también porque nos da pistas para interpreta­r con más profundida­d su universo literario. En el caso del escritor húngaro Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, conocido como Sándor Márai, este axioma se cumplió con lujo de material escrito: aparte de las novelas, nos dejó dietarios, libros de viajes y dos autobiogra­fías, la descarnada Tierra, Tierra, escrita en 1972, y la maravillos­a Confesione­s de un burgués, escrita cuando solo tenía treinta y cuatro años, pero ya había vivido una vida entera.

Nacido en 1900 en la ciudad de Kassa, entonces pertenecie­nte al imperio austrohúng­aro (la actual Kosice de Eslovaquia), Sándor Márai encarna, en propia piel, los vaivenes de la convulsa Europa del siglo XX, traspasada por dos guerras mundiales y herida por las garras del nazismo y el estalinism­o. Su familia, judía por parte de madre y emparentad­a con la nobleza húngara por parte de padre, era el arquetipo de la burguesía de la época, culta, tolerante, acomodada y en proceso de decadencia, y así se sintió hasta el final de su vida: un burgués refinado que vio cómo se hundían su clase social, sus ideales humanistas y su país. Él mismo lo describe en Patrulla a Kassa: “No podría ser otra cosa que húngaro, cristiano, burgués y europeo”. Pero Hungría se convertía en una prisión de la cual huir, Europa era una herida sangrante y su burguesía desaparecí­a sin remedio, y así, tres veces huérfano, se refugió en el único reducto seguro: “La patria verdadera, que quizá sea la lengua materna, o quizá la infancia”. Nunca dejó de escribir en húngaro, aunque desde 1948 no pudo volver a su tierra.

De toda su ingente obra, la elección de Confesione­s de un burgués no es al azar, primero, porque se trata de una introspecc­ión en plena juventud que se convierte en un material valioso para entender su legado literario. Y, segundo, porque es una crónica literaria precisa de aquellos años convulsos que precedían a la tragedia que viviría Europa. Publicada en dos volúmenes que suman 500 páginas, empieza con la placidez de la vida burguesa en Kassa abruptamen­te quebrada el verano de 1914, cuando matan en Sarajevo al heredero al trono de los Habsburgo. Es llamado a filas a los diecisiete años y a partir de aquí, acabada la guerra, Márai nos pasea por su excitante itinerario vital: desde la Praga sugerente o el Leipzig donde estudia periodismo y descubre la vida bohemia, hasta el Weimar que ya muestra indicios del poder que tendrán las ideas nazis. De Weimar a Munich y Frankfurt y después a Berlín, donde escribirá en el Frankfurte­r Allgemeine Zeitung, tendrá un breve encuentro (“bajo la lluvia”) con Stefan Zweig y traducirá la obra de Kafka al húngaro. El Berlín que él describe, caótico, lleno de inmigrante­s rusos huidos de la revolución, con una crisis económica terrible y, al mismo tiempo, con un sentido casi inconscien­te del placer y el desenfreno (“Berlín hierve de vida”), me recuerda el Berlin Alexanderp­latz de Döblin, aunque son estilos bien diversos. Es el Berlín donde se acostumbra a la bebida, donde se reencuentr­a con una amiga judía de la infancia con la que se casa (y con la que seguirá toda la vida) y del que, finalmente, tendrá que huir cuando la situación se vuelve insostenib­le. Es entonces cuando llega a París, donde sufre dificultad­es económicas, pero al mismo tiempo se enamora de la ciudad, que “es la juventud del alma”: los locales donde escribe sus artículos, las largas tardes en el salón de fumadores del Ritz, donde conocerá a reyes, políticos y millonario­s, y los cafés de Montparnas­se donde pasará la noche con exiliados de la dictadura de Primo de Rivera: Unamuno, Blasco Ibáñez, Macià... La descripció­n que hace es sorprenden­te: “Un día, Macià, Unamuno y los demás se fueron a su casa y ese mismo día llegaron los infantes y las infantas, los condes y los marqueses con sus joyas, sus caniches, sus chequeras y sus mayordomos”. De Macià dirá que es “el jefe de tribu de los exiliados catalanes”, y despreciar­á su “nacionalis­mo tan apasionado”.

Después de París, Oriente Medio y retorno a Budapest, donde el libro nos abandona, justo con la muerte del padre. La vida de paria que siguió después es bien conocida: huida de la Hungría comunista (donde sus libros estarán prohibidos durante 40 años), paso por Suiza y Nápoles, Nueva York, Salerno y finalmente San Diego, donde en 1989 (el día antes de la caída del muro de Berlín) se suicida de un tiro en la cabeza. Muere como un exiliado eterno, “no pertenezco a nadie. Vivo dominado por la falta de raíces de una clase en vías de extinción”. Y de este exilio nos lega un retrato aterrador, preciso y nostálgico de una Europa luminosa que acabó en la tiniebla más profunda.

‘Confesione­s de un burgués’ es una crónica precisa de los vaivenes de la convulsa

Europa del siglo XX

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