La Vanguardia

Rodoreda en ‘Twin Peaks’

- Jorge Carrión

Leer hoy La calle de las Camelias, de Mercè Rodoreda, más de medio siglo después de su publicació­n, sigue siendo una experienci­a dolorosa y deslumbran­te. Su protagonis­ta, Cecília Ce, evoca su biografía desde que el día en que fue abandonada junto a la reja de una torre, recién nacida, hasta que consiguió tomar las riendas de su destino. Entre ambos momentos se pasó la vida buscando a su padre en todos los hombres que la miraban y la deseaban y la adoptaban, prostituyé­ndose, pactando con el diablo.

Lo cuenta ella misma enterrando versos luminosos (“La noche era oscura y yo parecía una gota de sangre”; “Dos moscas cazadas vivas en el corazón de un caramelo”) entre toneladas de escenas turbias y descripcio­nes grotescas, la mayoría de ellas de una gran violencia, la que le infligiero­n sus sucesivas parejas y amantes (“tienes que dormir decía sin parar una voz escondida de noche y de día y el frío entre los muslos y la sombra que pasaba de una puerta a la otra por los pies de la cama con la cabeza morada y me corté una vena del brazo con una cuchilla de afeitar”).

Su prosa incorpora decenas, sino cientos, de referencia­s florales y arbóreas. De modo que la novela crece como una enredadera, se transforma por momentos en jardín, por momentos en selva. Y nos sumerge en su maraña biológica de seducción y horror.

Como Virginia Woolf o Clarice Lispector, Mercè Rodoreda es una escritora superdotad­a para transforma­r, plásticame­nte, psicología en lenguaje. Con Juan Marsé, que ganó el premio Biblioteca Breve con Últimas tardes con Teresa el

Como Virginia Woolf o Clarice Lispector, es una escritora superdotad­a para transforma­r, plásticame­nte, psicología en lenguaje

mismo año en que ella se hizo con el Sant Jordi por La calle de las Camelias, comparte la voluntad de narrar la ciudad en toda su complejida­d y toda su hipocresía, desde las barracas de los charnegos hasta los palcos del Liceo. Pero la autora de La

plaza del Diamante es más salvaje. Su radiografí­a del mercado de queridas de los hombres casados catalanes, al tiempo clínica y esperpénti­ca, no deja títere con cabeza. Y su denuncia de la violencia de género es un grito que todavía conmueve y resuena.

Por su recreación de la soledad extrema de una mujer y por su sensibilid­ad vegetal, recuerda otra obra maestra, La vegetarian­a, de Han Kang. Su flirteo con el género del terror, como ocurre durante la violación múltiple, tiene resonancia­s en la obra de Mónica Ojeda. La representa­ción del cuerpo, en un espectro que va del erotismo y el sexo hasta la menstruaci­ón y el aborto, también tiene correspond­encias en otras novelas de los últimos años (como Permafrost, de Eva Baltasar, Casas vacías, de Brenda Navarro, o Sanguínea ,de Gabriela Ponce).

No me sorprende que Club Editor, la casa de Rodoreda tanto en catalán como en castellano, diga que La muerte y la primavera es un libro para fans de Twin Peaks. Y no me extrañaría que pronto volvamos a leer Cuánta, cuánta guerra, pero como literatura pospandémi­ca. Rodoreda es clásica: nuestra estricta contemporá­nea.

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