Racismo, armas, ley y orden
Mark y Patricia Mccloskey, una pareja de abogados residentes en un acomodado suburbio de San Luis (Misuri), salieron de su mansión el 28 de junio, armados respectivamente con un rifle y una pistola, y apuntaron a un grupo de manifestantes de Black Lives Matter. Los activistas, que cruzaron la cerca de la propiedad de los Mccloskey –y, según estos, la dañaron–, circulaban por la zona con el propósito de protestar ante el domicilio de la alcaldesa Lyda Krewson, vecina de la pareja armada, por sus decisiones relacionadas con los recursos disponibles para la lucha contra la Covid19 y para dotar a la policía local.
El pasado lunes, los Mccloskey fueron invitados a participar en la primera jornada de la convención del Partido Republicano, para que relataran su experiencia. Fueron presentados como poco menos que ciudadanos ejemplares. El presidente Donald Trump, que quiere asegurarse el voto de los blancos afincados en zonas residenciales, los defendió y vino a alentarles, apostando por la ley y el orden, y sugiriendo que una victoria del demócrata Joe Biden implicaría desórdenes sin cuento.
En la noche del martes, durante la tercera jornada de altercados derivados de la brutal agresión policial al ciudadano afroamericano Jacob Blake –que el domingo recibió siete balazos en la espalda, disparados por un policía en Kenosha (Wisconsin)–, un joven blanco de 17 años, relacionado con milicias que dicen defender la propiedad privada en los disturbios, disparó y mató a dos personas, también en Kenosha.
Estos hechos se producen en el seno de la muy convulsa sociedad de EE.UU. Hace ya mucho tiempo que se debate allí sobre la conveniencia de limitar el uso de las armas de fuego –hay 300 millones de ellas en manos particulares–. Y, desde la muerte del afroamericano George Floyd en Minneapolis (Minnesota), el pasado 25 de mayo, bajo la rodilla de un policía, se ha reforzado el movimiento social contrario a la impunidad de una policía que, cada año, mata en las calles a cerca de un millar de ciudadanos negros.
Dicho asesinato de dos personas en Kenosha supone un salto de escala y lleva estos debates a un nuevo y muy preocupante estadio, en el que las armas de fuego son utilizadas por ciudadanos blancos para disparar contra los que protestan frente al racismo institucionalizado que sufren los negros. Ya no hablamos, pues, de los tiradores con diverso grado de enajenación que cometen crímenes masivos en escuelas, iglesias o campus universitarios. Estamos hablando de personas que intervienen a tiros en un conflicto motivado por el racismo.
En el bando republicano, al hablar de estas manifestaciones antirracistas, suelen subrayarse los episodios de pillaje protagonizados por grupos minoritarios que, por desgracia, los empañan. El vicepresidente Mike Pence hizo el miércoles otra resuelta defensa de “la ley y el orden”. Ante la cual cabe preguntarse: ¿a qué “ley y orden” se puede aspirar cuando las armas de supuestos justicieros siegan vidas humanas? ¿Qué será lo siguiente? Da miedo imaginar lo que podría ocurrir si estas acciones suscitaran una respuesta del mismo tenor. En tal caso, existiría la posibilidad de que el conflicto racial entre en otra dimensión, más violenta y próxima al conflicto civil.
Los políticos de EE.UU., especialmente los que gobiernan, están obligados a pronunciarse con enorme cautela al abordar estas cuestiones. Deben comportarse como bomberos, no como pirómanos. La masiva y sostenida movilización social tras la muerte de Floyd nos dice que la reacción contra el racismo, contra el enquistado racismo policial, solo se apaciguará con reformas que traten de erradicar sus causas. Si no las hay, es probable que la movilización se extienda. La histórica suspensión, anteayer miércoles, de varios partidos de la NBA, y otras protestas en otros ámbitos deportivos, así nos lo indican.
La confluencia en Kenosha del racismo y el uso de armas sin control anuncia un futuro muy preocupante