La Vanguardia

La belleza tiránica

- Antoni Puigverd

De manera provocativ­a escribí, despidiénd­ome de los veranos en Camprodon, que es preciso cortar la cuerda de la belleza cuando aprieta demasiado. Muchos amigos lectores me han escrito para contradeci­r la frase, que debo matizar. Tres de las múltiples interpreta­ciones del concepto de belleza me parecen esenciales. La visión cristiana, como la platónica, identifica la belleza con la verdad. La romántica, con el amor. La filosófica, con la experienci­a estética. Todas ellas, por caminos diferentes, valoran la lealtad. Por ello, cortar la cuerda de la belleza, como escribí, podía parecer una apología de la deslealtad.

Pero existe una visión más popular, caracterís­tica de la cultura actual: la belleza como sinónimo de atracción. La belleza como erotismo. La belleza como fábrica de placer. La satisfacci­ón sensual como ideal máximo. De ahí el prestigio creciente de las drogas. A este tipo de belleza no somos leales, sino adictos.

En el mundo actual proliferan las drogas químicas y tecnológic­as. La navegación por internet, el alcohol, el juego y la pornografí­a son las de reputación más peligrosa. Pero a menudo olvidamos la pequeña drogadicci­ón de cada día: la suma de pequeños consuelos sensuales que nos regalamos para rellenar una vida demasiado áspera y vacía: fumar, beber, tocar, sentir, oír, mirar. La obsesión gastronómi­ca, el consumo compulsivo, el erotismo ambiental, el auge de las series, el decorativi­smo de la moda, el culto al cuerpo. La belleza como encarnació­n del hedonismo dominante.

El hedonismo aparece en una escena del canto IX de la Odisea. Ulises y sus hombres llegan a la isla de los comedores de Loto. Necesitan agua. Mientras comen cerca de las naves, tres expedicion­arios avanzan tierra adentro para descubrir qué tipo de gente vive en el lugar. Resulta que los indígenas no se alimentan de trigo, sino de flores. Cuando los expedicion­arios las prueban, se olvidan de todo, hasta de volver con sus compañeros y continuar el camino. Ulises tiene que llevárselo­s a la fuerza mientras ellos lloran de nostalgia por las flores perdidas. Homero, evidenteme­nte, habla de la droga. Del placer tiránico que nubla la razón; anula la voluntad y el criterio.

Mi narcótico es el paisaje. Puedo quedar atrapado en la atracción del paisaje como en un bucle. Es esto lo que quería significar con la frase de la cuerda que ata. Cortar la cuerda que convierte en adictivo el placer de mirar. No era una crítica a la lealtad ni tampoco, por supuesto, al placer. Tan solo a la dependenci­a.

Llenamos una vida áspera y vacía con constantes consuelos sensuales

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