La Vanguardia

El último baile

- Clara Sanchis Mira

El sentido merodea por el jardín, se desliza entre las ramas frondosas del nogal gigante que late sobre nuestras cabezas. Quién sabe lo que está pasando ahí arriba, en ese temblor verdoso, cosmos vibrante, un sindiós de especies entre asociándos­e y devorándos­e, insectos patudos, reptiles sinuosos, pájaros juerguista­s que solo callan en la tormenta, o el día en que una rapaz baja de la montaña y pasea su sombra hasta aquí. Entonces se forma un silencio espeso de pájaros mudos haciéndose los desapareci­dos, y sólo suena el viento entre las infinitas hojas y el zumbido de los insectos despreocup­ados. Luego el peligro se disipa y vuelven los aleteos, los solos casi de flautín o clarinete, cánticos, ajetreo de picos, patitas, bullicio a vida o muerte. En esas cae, junto a mi plato de pollo, un ser diminuto.

Es un completo desconocid­o con antenitas, aire de himenópter­o avispado, tan pequeño que sería francament­e inapreciab­le si no fuera por esos colores brillantes, exagerados, como de fiesta de disfraces, medio abdomen rojo purpurina y el otro medio verde chillón. Imposible no mirarlo. Un par de milímetros de ser vivo fosforito dando volteretas con las alitas plegadas, en mi trozo de mantel. Curioso tipo circense, que ahora se frota las antenas y pienso si tendrá sueño, a qué se dedica normalment­e, si se ha caído de una rama o lo han tirado en alguna lucha encarnizad­a de ahí arriba, o si aterrizó a su aire y está aquí porque le da la gana, haciendo esta danza acrobática junto a mi plato, hop, girito y relevé. Para qué ha venido, qué me baila, pequeño loco, podría aplastarlo con mi uña y nadie sabría dónde buscarlo. Pero no le teme a nada este liliputien­se coloreado, exhibicion­ista, bailón, con ese cuerpecito finísimo y festivo, qué pretende. A quién quiere asustar con esos colores que a estas alturas ya dudo si son habituales o una cosa que le brota para la ocasión. Una amenaza directa, ese abdomen tan rojo, como diciendo que tiene veneno y me lo va a inyectar a la que me descuide con el aguijón diminuto que lleva en su culito, y que ahora que me fijo me está contoneand­o a la cara, y me da risa porque, ya digo, si quiero me lo cargo y que me registren. Pero es tan ínfimo, y venga hop, patita levantada, girito y plié.

De pronto el bicho ralentiza sus movimiento­s, apenas mueve la cinturita y se refrota las antenas tan embobado que no parece él, en un lío lento de alas y patitas, como preso de una somnolenci­a brusca. Se acurruca, muy quieto. Y ya no se mueve más. Nunca más. ¿Hop? Ni tocándolo con el tenedor. Este ser la ha palmado, me digo. No lo comprendo. Entonces a qué vino. Y qué era eso que hacía sino su pequeña danza de la muerte, junto a mi plato de pollo. Una agonía personal, un baile que quizás glosaba el sentido de su vida en giros graciosos. Y que merecía tararearle al menos el rasgado de los violines de la Danza macabra de Camille Saint-saëns, tan bella, electrizan­te, y que ahora escucho pensando en él, y en lo bien que hubiera acompañado esos últimos giritos coloreados suyos, cuando vino a despedirse y yo no me di cuenta, como pasa siempre.

Un par de milímetros de ser vivo fosforito dando volteretas con las alitas plegadas

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