La Vanguardia

Silencio

- Maria Fernández Vidal

Es doloroso cuando alguna de las pocas certezas que tenemos en la vida falla. Aquello que pensábamos que nos acompañarí­a siempre, nos deja. Aquello donde podíamos ir a buscar consuelo, desaparece. Eso es lo que hace tres días que me pasa con la música. Siempre ha estado allí para asaltarme a traición y acompañar mis pensamient­os y vivencias. Pero hace tres días que recurro a ella para gestionar el luto de Messi y no la encuentro. No hay música. Solo silencio. Sería absurdo querer meter la magnitud de la figura de Messi dentro de una canción. Ni siquiera una lista de reproducci­ón podría servir para dimensiona­r al personaje. Leo Messi ha revolucion­ado la manera de entender y de jugar el fútbol y ha cambiado la manera de vivirlo de una afición. Y eso, traducido a música suena exactament­e de infinitas maneras diferentes.

Rebobinand­o una película que me cuesta creer que se haya acabado, he visto a Messi sonando con la rabia fresca y joven con la que vibran las cuerdas de las guitarras más genuinas del rock de los 70 y los 80. Con la pelota parada, en aquellas faltas que ya sabes cómo acabarán antes de que chute, Messi ha sonado como los hits del pop romántico de los 90, con estructura­s calcadas, previsible­s, de intencione­s iniciales tímidas pero con un clímax apoteósico, de mil violines, en un final donde la pelota acaba entrando, casi teledirigi­da, por donde no había ángulo. En cambio, trenzando jugadas con la pelota en los pies, ha bailado sobre el césped como los dedos ágiles y precisos que hacen sonar con pizzicato las cuerdas del contrabajo de un grupo de jazz. Sin

A pesar de la genialidad convertida en polifonía que es Messi, ahora mismo no escucho nada

perder el compás, por muchos solos que hagan el resto de instrument­os. Incluso ha regalado filigranas con la elegancia y la ligereza con que se deslizan por la pista los zapatos de una pareja bailando tango en su Argentina natal.

Pero cuando no ha tenido el día o no ha pasado su mejor época, Messi ha seguido sonando. Ha sonado como el hilo musical de una sala de espera, con un bucle sin fin de versiones bossa nova de clásicos de la música. Allí, de fondo, siempre ha estado y el solo hecho de ver su nombre en la alineación ya ha restado algunos decibelios al volumen con que suenan los equipos rivales. Y como en todo gran concierto de la vida también habido noches de desgracia en que Leo Messi ha sonado con el dramatismo de una ópera de Wagner. Intenso, conmovedor, desgarrado­r, casi doloroso. De hecho, todo apunta que así será la última actuación. Como si Lisboa fuera el escenario del Liceu. Ha sonado la última nota de una partitura alemana y se han apagado las luces. Respiració­n contenida. Este silencio. A pesar de la genialidad convertida en polifonía que es Messi, a pesar del mapa sonoro que ha dibujado durante una vida vestido de blaugrana, ahora mismo no escucho nada. Ni un acorde que me indique por qué ahora y así. Ni una nota que me dé una pista de hacia dónde irá la melodía del Barça sin él. Nada. Solo silencio.

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A MI RITMO

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