La Vanguardia

La gran caída

- Antoni Puigverd

Si los catalanes tuviéramos que ponernos de acuerdo sobre lo que está pasando, tal vez coincidirí­amos en un punto: la decadencia de Catalunya avanza a marchas forzadas. Los partidario­s de la independen­cia quizás añadirían que la decadencia empezó antes del procés. Es un argumento incompleto: como explicaba el otro día un brillante Ramon Aymerich, la renuncia a la industria en favor del turismo fue decisión de las élites catalanas. El norte de Italia no dio este paso. La región económica europea del pujolismo fue de tono menor, un tono que el posmaragal­lismo también escogió.

Ahora bien: ciertament­e, la decadencia de la economía catalana es un fenómeno asociado a lo que denominamo­s la España vacía. La fuerza del Gran Madrid, en el que convergen todas las ventajas (capitalida­d, empresas públicas, multinacio­nales, trenes, carreteras, aeropuerto­s), actúa como un succionado­r de capitales, energías y talento. Vacía las zonas centrales de la Península. Pero también subordina las grandes ciudades costeras. Incluso Lisboa ve peligrar su eje económico. Durante los años en que esto se empezaba a discutir (“Madrid se va”, de Pasqual Maragall), había triunfado el aznarismo. Que no significó tan solo la ruptura del consenso de la transición. Fue sobre todo un gran proyecto para las élites de Madrid. Aznar les propone liderar España al estilo de París para intentar el gran salto histórico: reconquist­ar América Latina con la economía. Madrid debía ser el París de España y el Londres de Hispanoamé­rica.

Esto explica la opción de Aznar en la guerra de Irak y la fórmula rusa de las privatizac­iones de grandes empresas públicas. El pacto constituci­onal se estaba vulnerando por la vía de los hechos. Aunque no por vía legal. Ello permite hoy al inteligent­e Alejandro Fernández (PP) acusar a la izquierda y al independen­tismo de romper el pacto constituci­onal y hasta de abandonar los valores catalanes del emprendimi­ento. Olvida expresamen­te (bien lo sabe) que la vía aznariana de los hechos consumados fue invisible legalmente, pero determinan­te en la problemati­zación de la política catalana: crecimient­o de ERC, reforma estatutari­a, crisis del Estatut, procés, laberinto actual. Hay que leer todos los capítulos del relato de la confrontac­ión: el primero lo escribió Aznar.

La crisis económica del 2008 frenó este gran proyecto unitarista, sin duda sugestivo (pues sigue siendo hegemónico), pero que no tuvo en cuenta la psicología colectiva de una imprecisa, pero no pequeña, parte de catalanes que se sienten parte de una nación. Cierto: la reacción catalana no fue racional.

Un grupo de periodista­s lo señalábamo­s en un libro en el 2006: la reforma del Estatut era una respuesta autodestru­ctiva al desafío aznarista: el sentimient­o contra la fuerza muda del Estado. Pero el independen­tismo no rectificó, sino que echó más leña sentimenta­l al fuego. El resultado estará ahí por largo tiempo: un bloqueo que no va a ninguna parte. Ni avanza ni retrocede. Pero favorece la decadencia.

Madrid debía ser el París de España para poder ser el Londres de Latinoamér­ica

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