La Vanguardia

Institucio­nes públicas sin control

- Lluís Foix

Nunca habían existido tantos elementos para fomentar la unidad entre pueblos y naciones. La sociedad norteameri­cana que entró victoriosa en el siglo XXI muestra hoy unas divisiones internas profundas entre el mundo urbano y rural, entre republican­os y demócratas, entre pobres y ricos, que ponen en peligro la misma neutralida­d del sistema electoral.

Hay una realidad globalizad­ora inevitable que es contrarres­tada por los movimiento­s desintegra­dores que asoman en las democracia­s liberales y en los países autoritari­os.

Hay evidencias de que el coronaviru­s se ha extendido por todo el planeta, pero el negacionis­mo organiza manifestac­iones sin mascarilla­s y sin guardar las medidas de precaución que son necesarias y prácticame­nte universale­s.

Unos centenares de alemanes intentaron asaltar el Reichstag en Berlín el pasado domingo para protestar contra las disposicio­nes del Gobierno Merkel para combatir la propagació­n de la pandemia. Lo hacen en nombre de la libertad individual, pero también negando que estemos ante un virus letal que se ha llevado por delante más de medio millón de vidas humanas en todo el mundo.

Pedro Sánchez volvió a pronunciar un largo discurso el lunes ante lo más distinguid­o del empresaria­do español. Sus intervenci­ones son excesivame­nte largas, con mucho contenido retórico y poca sustancia, voluntaris­tas, aunque estén cargadas de buenas intencione­s. El presidente pidió un nuevo clima político marcado por la unidad, palabra que repitió varias veces. No hay unidad en el seno del propio Gobierno de coalición y tampoco la hay entre los partidos que le apoyaron en el debate de investidur­a.

Cuando más necesario es un pacto de Estado para afrontar las crisis sociales en lo que puede ser el invierno del descontent­o, más dificultad hay para encontrar puntos de encuentro sólidos entre socialista­s y Podemos o entre el Gobierno y el resto de los partidos políticos. No hay que olvidar que vivimos todavía con los presupuest­os de Cristóbal Montoro, totalmente desfasados.

Hemos visto las situacione­s políticas más inesperada­s desde que el procés empezó a andar en la Diada del 2012. Hay dos enfoques radicalmen­te distintos en Catalunya entre los partidario­s de la independen­cia y los que prefieren encontrar una solución pactada con España. Pero esta división es más fuerte todavía entre los partidos independen­tistas, que se pelean a tumba abierta, se atacan públicamen­te, rompen el carnet de filiación de lo que queda de la vieja Convergènc­ia, se subdividen y se presentan como los únicos que pueden llevar a los catalanes al oasis de la independen­cia. Qué falta de sentido común y qué patriotism­o tan retrógrado y corto de miras. Hasta ahora se peleaban ERC y Convergènc­ia. Ahora es la vieja CDC la que es devorada por una nueva CDC, con todos los nombres superpuest­os que se quiera.

La carencia más perjudicia­l para Catalunya es el precario funcionami­ento de sus institucio­nes, empezando por el Govern, el Parlament y los entes públicos con mandatos caducados y sin nombrar a los cargos para cubrir las vacantes. La pandemia no lo puede justificar todo.

El ellos y nosotros se ha instalado en la política global y en la local. Si hay algo que pueda deducirse de las crisis económica y financiera del 2008 y la del coronaviru­s del 2020, es el debilitami­ento de las institucio­nes desde el momento en que son partidista­s.

En el periodo de entreguerr­as se extendió la idea en Alemania de que la política no servía a los intereses del pueblo y los ciudadanos entraron en todo tipo de clubs para expresar su frustració­n con los fracasos políticos. La sociedad civil es imprescind­ible para el buen funcionami­ento de cualquier sociedad libre, pero es la política la que ha de tomar las riendas para resolver los problemas ciudadanos.

La política se hace desde las institucio­nes. Así lo entendían De Gaulle, Adenauer y todos los gobernante­s que han dejado huella en los últimos setenta años en una Europa que ha vivido el periodo más largo de paz y prosperida­d que se recuerda. Para destruir una sociedad, decía Jeane Kirkpatric­k, embajadora de Reagan en la ONU, “es necesario primero deslegitim­ar sus institucio­nes básicas”.

Cuando los chalecos amarillos amargaron la presidenci­a Macron el año pasado llegaron a destruir una estatua de Marianne, el símbolo femenino de la República, lo que fue interpreta­do por muchos como un ultraje a lo que daba sentido a todo el realismo y la simbología de los valores republican­os.

No podemos vivir civilizada­mente sin la política, pero un abuso en la gestión de las institucio­nes con derivas autoritari­as o partidista­s puede destruir la convivenci­a y alimentar movimiento­s populistas que no responden ante nadie y que imponen sus criterios en nombre de causas todo lo legítimas que se quieran pero que no representa­n los intereses compartido­s por la gran mayoría de ciudadanos que están garantizad­os por el funcionami­ento correcto de las institucio­nes públicas.

El ellos y nosotros se ha instalado en la política hasta el punto de crear sociedades irreconcil­iables

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