Desconectados (a la fuerza)
Cansa tener que recordar en septiembre del 2020 –tendríamos que ir ya en coches autónomos– que una conexión a internet sin constantes cortes y a una velocidad digna es un servicio básico. Indispensable para teletrabajar, formarte, hacer una videoconferencia o ver una película sin tener ganas de lanzar el portátil, el móvil o la televisión por la ventana. Pero lo que debería ser normal, en muchos pueblos de Catalunya –más de los que se imaginan– es un suplicio.
Sirva de ejemplo, y denuncia desesperada, esta historia mínima. No, no habito en la Patagonia. No vivo en un apacible pueblecito colgado en la montaña o perdido en un frondoso y floreado valle. Estoy a 15 minutos en coche de Reus y a 25 de Tarragona. Mi residencia y oficina de trabajo, que a la práctica son lo mismo –empecé a teletrabajar en 2004– están en Vilaplana (Baix Camp). Si les suena de algo, quizás es porque son aficionados a correr por la montaña, al ciclismo o al rally. Por las curvas de la carretera de la Mussara corren casi cada año los mejores pilotos del mundo; aún recuerdan en mi querido pueblo, de adopción, que Carlos Sainz fue a tomar un café en el bar del Casal. Algunos incívicos han montado este verano carreras ilegales.
Pese a la cercanía con el mundo urbanizado –podría exigir lo mismo si estuviera en un pueblo remoto–, hace años que en Vilaplana (casi 600 habitantes) sufrimos una penosa conexión a internet . Lo que durante mucho tiempo fue un internet lento y nada fiable, con el confinamiento se transformó en pesadilla. Días enteros sin la posibilidad de enviar apenas un Whatsapp para comunicar, con angustia, que estabas incomunicado. La situación se ha repetido en agosto, cuando muchas familias con raíces en el pueblo vuelven a sus casas.
La explicación a la incomunicación es tan meridiana como indignante. A más vecinos, sea por la pandemia en casa teletrabajando o formándose, o en verano intentando mirar una serie, más se satura la red, insuficiente. Da igual la compañía, sea grande o pequeña. Las he sufrido casi todas. El problema está en la infraestructura.
El Ayuntamiento hace muchos años que intenta, sin mucha fortuna,
Lo sufrimos con el confinamiento, se ha repetido en verano, con el pueblo repleto, y ya tememos otra secuela
facilitar la conexión a sus vecinos. En pleno confinamiento, en abril, anunció feliz el gobierno municipal, vía su canal oficial de Telegram, “el inicio del despliegue de la fibra óptica en Vilaplana” y vaticinó que en “cinco meses” ya estaría operativa y se podría contratar.
Recuerdo que era Jueves Santo. En casa casi nos abrazamos con mi mujer y mi hijo, con quienes comparto despacho y enrabiadas. Si me dieran un euro por cada vez que ella ha preguntado si la veían o escuchaban en las videoconferencias de su trabajo, habríamos ahorrado. Pero tras pocas semanas, la compañía (Movistar) dio largas al Consistorio hasta el 2021, sin concretar más, excusándose en el Coronavirus. “Seguimos batallando, pero creo que el Govern debería garantizar que la fibra llegue a todos los municipios a corto plazo, ser una prioridad; nos llenamos la boca hablando de equilibrio territorial e igualdad de oportunidades, pero nos dejan en manos de las compañías”, me cuenta Josep Bigorra, el alcalde.
La fibra sí ha llegado a los tres municipios fronterizos: la Selva del Camp, Alforja y l’aleixar, a solo dos kilómetros. En Vilaplana ya sabemos qué pasará este otoño si hay un confinamiento o simplemente muchos más nos quedamos teletrabajando. El asunto se ha convertido en verano en tema top de las tertulias en la piscina, los restaurantes (3) o la charcutería (exquisita longaniza). Compartir las penas no sirve de mucho, pero algo alivia.
Hace pocos días acabé teletrabajando entre avellanos, con mi portátil sobre una puerta apoyada en dos caballitos de madera, a dos kilómetros del pueblo, buscando, !y encontrando!, una red menos saturada. Se me hizo de noche, se me acabó la batería y me picaron los mosquitos. Colgué la foto en Instagram y me volví a quejar, y algunos me felicitaron, de buena fe, por montar la oficina en un entorno tan idílico. Y un cuerno (con perdón).
Tanta es la desesperación, sumada a la incertidumbre, que algunos vecinos estamos probando suerte con el internet vía satélite, previa instalación de una antena parabólica en el tejado: 49,99 euros al mes por 30 veloces megas más un año de permanencia. Una ganga. La cosa había mejorado, la conexión era más estable y los cabreos habían menguado. El viernes pasado, con la tormenta, perdí varios minutos la conexión. Nada grave, pero recuerdo el comercial que me aseguró que estaba contratando el internet que utilizan aviones y barcos: “¡¿No les vamos a dejar a ellos colgados?!”. A mí, quizás sí.
Hace dos noches, aliviado con mi nueva conexión, siempre que no truene, la cosa empezó a embarrancar. Cargando... Perdí la paciencia, canté un mantra y me fui a la cama a leer. Por la mañana llamé a la compañía, con sede en Carlsbad (California), y me comunicaron que hay un cable de la instalación que se sobrecarga, siete días después del estreno. Un técnico volverá a subir mañana a mi tejado. ¿Han visto qué panorámica de la Mussara?