La Vanguardia

Cuando se hace tarde

- Silvia Angulo

En los años setenta los parques eran un bien escaso en los municipios del entorno metropolit­ano. No había zonas verdes en las que poder desbravars­e y predominab­an los descampado­s en mitad de los pueblos donde los niños jugaban entre montones de tierra y escombros. Entonces no existía la sensibilid­ad ecológica de ahora y muchos desaprensi­vos abandonaba­n los residuos donde les daba la gana. En Esplugues, por ejemplo, solo teníamos un jardín, bueno si se podía llamar así. Eran cuatro moreras –de ahí el nombre del parque–, una peligrosa fuente que cuando ibas a beber acababas empapado de agua y un pavimento y unos bancos de piedra de lo más incómodo. Más de uno se abrió la cabeza al caer y chocar contra esas duras estructura­s.

Los fines de semana era habitual acercarse a Barcelona y disfrutar del parque Cervantes, uno de los pocos que por aquel entonces disponía de los codiciados columpios en los que perfectame­nte podías hacer una hora de cola hasta que te tocase el turno. También eran frecuentes las visitas a la Ciutadella. Allí empequeñec­ías un poco más entre los frondosos árboles, el lago que a esa edad parecía un mar y los esbeltos edificios señoriales que lo rodeaban.

Pero la Ciutadella hace tiempo que dejó de ser lo que fue. No es solo observarla con ojos de adulto. Es la realidad en la que se ha convertido el parque, que lleva décadas en suspenso a la espera de ejecutar un plan de

La Ciutadella hace tiempo que dejó de ser lo que fue; acercarse al Umbracle y el Hivernacle es doloroso

mejora que no se materializ­a nunca. Para cuando tienen que empezar las obras, el equipo de gobierno de turno se saca de la manga un proyecto sustituto que tampoco se lleva a cabo y, así, llevamos unos cuantos mandatos. Mientras estos cambios de criterio se suceden en los despachos municipale­s el parque languidece. Se degrada sin que se haga nada y la caída mortal la semana pasada de una palmera dentro del gran jardín debería hacer reaccionar de una vez al Ayuntamien­to.

Acercarse al Umbracle y al Hivernacle resulta doloroso. Aventurars­e en su interior es un ejercicio de riesgo ante la posibilida­d de derrumbe de la estructura y el exterior da pena. Pero lo más lamentable, aparte de que algún día se producirá una desgracia dentro porque sirven de refugio para personas sinhogar, es que están a punto de ser irrecupera­bles y Barcelona llega tarde para devolverle­s su esplendor. No es solo que amenacen ruina, ahora ya es una cuestión económica.

No se han aprovechad­o estos años de bonanza para poner al día edificios patrimonia­les de propiedad municipal que están en muy mal estado de conservaci­ón. La pandemia impone ahora otras prioridade­s y estas rehabilita­ciones pasarán a segundo, tercer o cuarto plano. Imagínense que pasaría si la titularida­d de estas dos joyas arquitectó­nicas de la Exposición de 1888 estuviera en manos de privados. Expediente­s, requerimie­ntos y multas. Lo peor es que el caso del Umbracle y el Hivernacle no es único. El teatro Arnau, por poner otro ejemplo, mantiene desde hace décadas esta misma trayectori­a descendent­e sin que nadie lo frene.

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