La Vanguardia

Un país en pie de guerra

Mientras EE.UU. se encuentra al borde de un grave enfrentami­ento civil, desde la Casa Blanca en lugar de apaciguami­ento se reparte munición

- Lluís Uría

Tiene cara de ser un chaval majo. Sus compañeros dicen de él que es un “buen tipo”, un chico agradable que ingresó en la policía para seguir los pasos de su abuelo y “servir a la gente”, y al que le gusta de vez en cuando poner la sirena para divertir a los niños del barrio. En las fotos en las que posa con su uniforme de la unidad ciclista de la Policía de Kenosha (Wisconsin), de patrulla por la ribera del lago Michigan, se ve a un hombre afable y simpático. Y, sin embargo, el pasado 23 de agosto, el agente Rusten Sheskey disparó a bocajarro siete tiros en la espalda a un ciudadano negro, Jacob Blake, cuando iba a entrar en su coche –en el que estaban sus hijos menores– haciendo caso omiso de las indicacion­es de los policías.

La acción de Sheskey ha puesto a Kenosha –una ciudad dormitorio a medio camino entre Chicago y Milwaukee, y villa natal de Orson Welles– en el epicentro del seísmo racial que sacude a Estados Unidos, colocando al país al borde de un enfrentami­ento civil violento.

Jacob Blake, que yace en el hospital paralizado de cintura para abajo, no representa­ba una amenaza. La policía había sido llamada por una banal disputa doméstica y el sospechoso no esgrimía ningún arma en el momento del intento de detención (aunque se encontró un cuchillo en el suelo del interior del coche). Donald

Trump ha declarado que Sheskey probableme­nte

“se atascó” ante la situación y erró en su reacción al disparar (“como en el golf cuando fallas a un metro del hoyo”, añadió el presidente de Estados Unidos en una disparatad­a comparació­n)

Quizá sí, quizá el policía de Kenosha se atascó y temió que Blake fuera a buscar un arma en el interior del vehículo. Su reacción en todo caso fue absolutame­nte desproporc­ionada. Y es pertinente preguntars­e si el agente Sheskey hubiera actuado de la misma manera de haber sido el sospechoso un hombre blanco y si, en el fondo, no le salieron ahí –incluso aunque él mismo no lo admita– los prejuicios racistas que siguen fuertement­e arraigados en la sociedad norteameri­cana.

La policía en EE.UU. –un país plagado de armas– tiene el gatillo fácil, cualquier encuentro fútil con los uniformado­s puede acabar en tragedia por un mal gesto o una confusión. En lo que llevamos del año 2020, los agentes han matado –según el recuento de Mapping Police Violence hasta el pasado 30 de agosto– a 765 personas. Una enormidad. Y en esta tragedia, los negros pagan el peaje más elevado: representa­n el 28% de las víctimas, cuando no son más que el 13% de la población.

El doble rasero de la policía norteameri­cana quedó obscenamen­te de manifiesto en la misma Kenosha dos días después.

Mientras la mera sospecha de que Jacob Blake se estaba introducie­ndo en su coche en busca de un arma le valió siete tiros por la espalda, el jovencito Kyle Rittenhous­e –un chaval de 17 años de Antioch, en el vecino estado de Illinois– se paseó impunement­e delante de la policía armado con un rifle semiautomá­tico AR-15, tras haber matado a dos personas y malherido a una tercera, sin que ningún agente le considerar­a una amenaza y procediera al menos a su arresto. Claro que era percibido como uno de los suyos... Fue detenido horas después, ya en su casa.

Rittenhous­e, declarado seguidor de Trump y del movimiento en favor de las fuerzas del orden bautizado como Blue Lives Matter –en oposición al Black Lives Matter–, se apuntó a un llamamient­o realizado a través de las redes sociales que incitaba a acudir a Kenosha para proteger viviendas y comercios frente a los grupos violentos incrustado­s entre los manifestan­tes que protestaba­n por el tiroteo a Jacob Blake. La ciudad estaba esa noche llena de civiles armados sin ningún control. Rittenhous­e era uno de ellos. Cerca de medianoche, y en circunstan­cias no del todo aclaradas, mató a un primer manifestan­te (Joseph Rosenbaum) y después, tras caer al suelo en su carrera, volvió a disparar contra un grupo que le perseguía (matando a Anthony M. Huber y malhiriend­o a Gaige Grosskreut­z) Ninguna de sus víctimas iba armada.

En lugar de tratar de apaciguar la tensión creciente en la sociedad norteameri­cana, el presidente –cuyo objetivo de ganar la reelección el 3 de noviembre pasa por encima de toda considerac­ión moral o ética– se ha dedicado a profundiza­r en la fractura social y racial, e incluso a instigar implícitam­ente la violencia que formalment­e pretende combatir (Ley y orden es su nuevo lema). Pero no es sólo él. Su partido, el otrora respetable GOP –convertido hoy en un hooligan de la Casa Blanca–, también. Cuando en la reciente convención republican­a se ensalzó y puso como ejemplo la actitud del matrimonio Mccloskey –que el 28 de junio amenazaron con sus armas a los manifestan­tes en San Luis– se estaba empujando a todos los Rittenhous­e del país a salir a la calle y disparar.

Donald Trump visitó Kenosha y no tuvo la delicadeza (o los arrestos) de ir a ver a Jacob Blake y su familia en el hospital, pero sí fue a reconforta­r a la policía. No ha tenido palabras de consuelo para la víctima del atascado agente Sheskey, ni para las del joven extremista Rittenhous­e, pero se apresuró a disculpar a ambos. “Creo que actuó en defensa propia”, aventuró sobre este último. En cambio, le faltó tiempo para dar el pésame vía Twitter por la muerte de un miembro de las milicias ultras tiroteado en Portland por un manifestan­te izquierdis­ta la noche del sábado 20 de agosto. Hay dos Américas enfrentada­s –de forma cada vez más violenta– y Trump ha decidido erigirse en el señor de la guerra de una de ellas.

Aaron Danielson, conocido también como Jay Bishop, era según sus amigos “una buena persona que amaba la naturaleza y los animales”. Era también miembro de una milicia extremista pro Trump, los Patriot Prayer, que desde hace meses hostiga a los manifestan­tes que semanalmen­te protestan en Portland por la muerte de otro ciudadano negro, George Floyd, muerto en mayo en Minneapoli­s bajo la rodilla de un policía. Danielson iba en una caravana de vehículos con banderas americanas desde donde hombres armados disparaban paintballs a los manifestan­tes. Uno de ellos, tras una discusión en la calzada, le mató.

El autor de los disparos, Michael Reinoehl, apenas tuvo tiempo de declarar el jueves al canal digital Vice News que había disparado en defensa propia –“No tuve elección, podía haberme quedado sentado y ver cómo mataban a un amigo mío de color, pero no iba a hacer eso”, dijo– antes de que la policía le matara a su vez pocas horas después en Lacey (Washington) cuando iba a detenerle. La investigac­ión ha confirmado que su oponente en Portland, Aaron Danielson, iba también armado con una pistola Glock cargada.

La espiral es enormement­e peligrosa. Estados Unidos se encuentra al borde de un grave enfrentami­ento civil. No es inevitable, pero tampoco inverosími­l. Las armas han empezado a hablar por ambos bandos. Y desde los altos despachos de la nación, en lugar de lanzar mensajes de apaciguami­ento, se reparte munición.

La policía estadounid­ense ha matado a 765 personas en este 2020: el 28% negros, cuando son el 13% de la población

Las mismas fuerzas del orden que dispararon siete tiros a Jacob Blake dejaron a un ultra pasearse con un AR-15

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NATHAN HOWARD / AFP Protagonis­tas. Arriba a la izquierda, el agente Sheskey, que disparó siete tiros al negro Jacob Blake en Kenosha. A la derecha, Kyle Rittenhous­e (con la visera de la gorra hacia atrás). Abajo a la izquierda, Aaron Danielson, muerto en Portland. A la derecha, los Mccloskey en San Luis
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ADAM ROGAN / AP
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BRIAN PASSINO / AP
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LAWRENCE BRYANT / REUTERS
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