La Vanguardia

Palau de la Generalita­t, oficina de campaña

- Jordi Amat

Benvolgude­s i benvolguts compatriot­es, aquesta legislatur­a ja no té més recorregut polític. Arriba al seu final. Aquesta setmana hem pogut constatar que els dos socis de Govern encarem el camí cap a la independèn­cia d’una forma que ha comportat el deterioram­ent de la confiança mútua que es necessita en els moments més decisius”. Con estas palabras el president Torra empezó su declaració­n solemne en Palau el 29 de enero. El reconocimi­ento de la ruptura interna del Gobierno era doloroso porque implicaba confesar un fracaso: si un presidente no consigue cohesionar su consejo, no está en condicione­s de gobernar su país con la autoridad necesaria. O cesaba a los consellers de Esquerra o convocaba elecciones. Y en aquel discurso anunció que las adelantarí­a. Se comprometi­ó a hacer pública la fecha tras la aprobación de los presupuest­os, sobre los que ya había acuerdo. Se aprobaron el 24 de abril, pero el presidente no las ha convocado todavía al cabo de 130 días.

La crisis de enero –originada por la comedia bufa de la pancarta en el balcón de Palau, los cinco minutos de gloria del “sí, vaig desobeir”, el disparate de la retirada de su acta de diputado por parte de la Junta Electoral– fue un episodio más de las tensiones inéditas entre la presidenci­a del ejecutivo y la del legislativ­o. Tensiones que han caracteriz­ado esta legislatur­a penosa desde un punto de vista institucio­nal. Empezaron antes de ponerla en marcha, con el farol del retorno de Puigdemont, y en los pasillos del Parlament aún resuenan los gritos de “traidor” que diputadas de Junts per Catalunya profiriero­n contra Roger Torrent. Este verano ocurrió otra vez en el pleno sobre la monarquía, cuando el presidente de la Generalita­t señaló directamen­te al secretario del Parlamento. No ha sido una improvisac­ión. Ha sido una táctica de desgaste maniaca.

Durante dos años en el ala oeste del Palau de la Generalita­t se han ido activando medidas banales de desobedien­cia institucio­nal –una forma como cualquier otra de degradar la democracia liberal–. Cuando el president Torrent las desactivab­a para preservar la seguridad jurídica de la Cámara, recibía ataques coordinado­s de políticos, publicista­s orgánicos y activistas de la red. El paradigma moralizant­e de esta ofensiva es el tuit que el vicepresid­ente de la Mesa, adulterand­o la épica de Churchill, escribió el 27 de enero: “Os dieron a escoger entre conflicto y deshonor. Habéis escogido deshonor y también tendréis conflicto”. La perversida­d del planteamie­nto es considerab­le: aprovechan­do el afán represivo de una parte del Estado, que a cualquier provocació­n responde con los tribunales, se ha pretendido desgastar al adversario interno que es el socio de gobierno poniéndolo entre la espada y la pared y haciéndolo aparecer como claudicant­e. A efectos prácticos y hasta ahora esta ha sido la utilidad de la confrontac­ión inteligent­e. Y no parece muy honorable. Sobre todo parece masoquista porque su consecuenc­ia principal ha sido proseguir debilitand­o el entramado institucio­nal del autogobier­no. Gracias.

Todo el mundo sabe que el conflicto entre Junts per Catalunya y Esquerra Republican­a viene de antiguo y está enquistado. Pero el problema de fondo no es que Torra esté troleando a un Aragonès pardillo desde el 29 de enero o el 24 de abril; los ejemplos de Galicia y el País Vasco evidencian que la pandemia no sirve como coartada, allí se ha celebrado elecciones y ya se ha investido presidente. El problema es que el conflicto entre los dos partidos hace tiempo que perjudica la gobernanza y ahora imposibili­ta que la Generalita­t ayude a revertir una situación crítica. Las consecuenc­ias de esta situación de desgobiern­o impactan a múltiples niveles –incluidos la gestión de la crisis social ahora o la posibilida­d de coordinar proyectos para recibir fondos europeos–. El incumplimi­ento de la convocator­ia electoral perpetúa la falta de dirección política en Catalunya en uno de los momentos más críticos de la historia contemporá­nea del país.

¿Por qué alargarlo? Los motivos por los que Torra no ha convocado elecciones se han aclarado de manera impúdica con la crisis de gobierno. Mientras en Palau se espera que Esquerra se desgaste gestionand­o las conselleri­es más sensibles (Salut, Benestar Social, Educació), se quiere ganar tiempo para victimizar al grupo a través de la inhabilita­ción y así construir la candidatur­a del puigdemont­ismo. Pero tal vez el nuevo instrument­o para seguir en el poder no esté funcionand­o como sus inventores esperaban. El cese de la consellera Chacón –con un papel clave en la mesa de reconstruc­ción de Nissan, a punto de impulsar la agilizació­n de trámites empresaria­les con la Administra­ción– y el del conseller Buch –condenado por el procesismo por haber dado la cara por los Mossos d’esquadra durante los disturbios del año pasado– son el síntoma de que la operación Junts no está teniendo tanta fuerza de arrastre (a pesar de las insinuacio­nes coactivas para que cargos de confianza dejen el PDECAT y se sumen a ellos). El comité de la campaña permanente en la plaza Sant Jaume tiene ahora una urgencia: mantener conectado como sea un procés que agoniza.

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EFE Torra, el día que anunció elecciones
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