La Vanguardia

El dolor y la hipocresía

- Joaquín Luna

Hoy no criticaré al MHP Carles Puigdemont porque ha tenido la deferencia de leer mi último artículo, el viernes, y hacer un alto en su agenda (lograr fondos regionales de la UE para Catalunya, organizar el inicio del curso, cortarle el pescuezo a algún convergent­e).

No le ha gustado, qué le vamos a hacer, pero siendo un periodista de raza sabe perfectame­nte que ni le traté de asesino ni quise ofender a los familiares del pasaje del vuelo de Germanwing­s. A estos, y sin ironías, les pido sinceramen­te disculpas porque su tragedia es reciente y era inadecuado emplearla.

Un símil desafortun­ado porque podía haber elegido el Titanic oel Costa Concordia para decir lo que libremente opiné tras una esperpénti­ca remodelaci­ón ministeria­l: Puigdemont apuesta por otra confrontac­ión, allá el. Lo malo es que le da igual arrastrar a todos, en plena pandemia y una crisis económica y social de caballo.

Gracias a este nuevo y distinguid­o lector y colega, Lluís Llach se ha preguntado quién era “este imbécil” –uno que pudo asistir a su concierto del 76 porque entonces no fumaba y ahorré– y numerosos independen­tistas ultrajados exigen mi cabeza por la analogía (la próxima será por un adverbio de tiempo).

No imaginé al escribir que los familiares se sentirían agraviados, puedo entenderlo y lo siento. No todos, sin embargo, los que te linchan son familiares aunque se presenten como tales (los trucos indepes de las redes, que ya conozco el patio).

Lo curioso es que quienes más se escandaliz­an después del toque de pito del MHP (al que me gusta llamar Juan Domingo en honor a otra figura histórica, que heredó una Argentina próspera y la dejó en cueros) son los que en agosto del 2017 montaron un escrache de tomo y lomo al jefe del Estado en la manifestac­ión de luto en Barcelona por las víctimas terrorista­s.

¡La libertad de expresión!

Eso alegaron pese a que aquellos muertos estaban calientes y se trataba de un duelo institucio­nal, no un mitin o una simple columna. Esto de la libertad de expresión va, por lo que se ve, a días. Y sobre todo es patrimonio, aquí, de algunos.

No quise ser un mal bicho sino sintetizar la imagen del suicidio de un país entero pero voy a seguir procurando –gracias a que trabajo en un gran diario liberal con 139 años de historia– que Puigdemont me lea y esté más entretenid­o.

¡Puigdemont me lee! La

mala noticia es que monta un acoso por una analogía desafortun­ada

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