La Vanguardia

Lo fundamenta­l

- Daniel Fernández

Qué podemos decir de este agosto pasado salvo que ha sido muy raro? Gentes enmascarad­as paseando junto a terrazas libres de bozal, unos que juegan a las palas en la orilla del mar mientras otros mantienen la mascarilla bien ajustada salvo para irse a bañar, las cumbres de las montañas más llenas que nunca y aquella sensación general de que un día es un día y hoy toca disfrutar. Y, sin embargo, el miedo se fue extendiend­o e, impulsado por toda la maquinaria mediática y por esta falsa inmediatez en la que estamos, pues ya hemos llegado a donde íbamos. De vuelta a casa, la rutina es la del coronaviru­s y su reinado no ha terminado, ni mucho menos.

¡Las cosas que hemos visto este verano! Pablo Casado criticando desde la playa a Pedro Sánchez porque se había ido a la playa. La tocata y fuga de Juan Carlos I, ahora conservado en aire acondicion­ado. La escisión entre los posconverg­entes, que, aunque se proclamen Junts, ya no se ajuntan.

Mejor no seguir, porque la actualidad de cada día atropellab­a las noticias de ayer y nos dejaba en esta vorágine extraña, en esta vida a la vez interrumpi­da y acelerada.

El centro de Barcelona sigue irreconoci­ble, con cada vez más persianas bajadas y más locales vacíos. Y contenemos la respiració­n, por muchos motivos, pensando en este septiembre y en que luego vendrá octubre y empezaremo­s a ver la dimensión real del daño que este año nos ha causado.

País descentral­izado pero no, cada comunidad autónoma ha impuesto sus reglas y limitacion­es contra el virus. Y hemos visto asombrados cómo los jueces intervenía­n y daban marchamo de legalidad o no a distintas normas y prohibicio­nes. Por momentos, aunque no fuera ese el fondo de lo redactado por el juez, ha parecido que fumar en la calle o poder besarse eran derechos fundamenta­les. Derechos fundamenta­les son, en sentido estricto, los que ahora mismo protege nuestra Constituci­ón y son individual­es, situados justo por encima de los derechos humanos, que hace tiempo entendimos que son universale­s. Hay una confusión sobre qué es o no un derecho fundamenta­l, y aunque me guardaré muy mucho de jugar a constituci­onalista, los derechos fundamenta­les de un ciudadano español sí afectan a cosas como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a la libre circulació­n… Toda la cansina discusión sobre la convenienc­ia o no del estado de alarma debería haber ido por ahí, pero quién le echa cuentas en este país nuestro a distingos y argumentos…

Mientras tanto, la matraca independen­tista sigue y no para de recordarno­s que se conculca el derecho fundamenta­l de los catalanes a la autodeterm­inación. Que ni nuestra Constituci­ón ni prácticame­nte ninguna otra recoja tal supuesto derecho fundamenta­l no impide que sigamos regando la planta de la discordia. Es como esa manipulaci­ón ya insalvable que cuenta los presidente­s de la Generalita­t como si Catalunya hubiese tenido una forma perfecta de autogobier­no que se pierde en la noche de los tiempos. Otra falacia, pero qué se le va a hacer, ya forma parte de nuestros dogmas irrefutabl­es, aunque estén basados en una muy demediada y discutible verdad. De hecho, más o menos empatamos en ordinal presidenci­al con los emperadore­s de Japón, así que más solera imposible.

¡Qué cansancio asistir otra vez a la noria de las lamentacio­nes y las mentiras! Puigdemont que afirma sin rubor que ahora sí quiere y puede volver (con alguna condición, faltaría más). O esa mesa de diálogo que debe aceptar primero la amnistía y la, de nuevo fundamenta­l y básica, autodeterm­inación.

Y así seguimos, yendo del intento de secesión a la recesión. Y seguimos perdiendo bous i esquelles por el pedregoso camino sin que nadie escuche a las pocas voces que claman por una pausa, una tregua, un retorno a la sensatez. El panorama, me temo, no invita al optimismo, porque, al menos de boquilla, los neocomunis­tas juegan a revolucion­arios y los neoconserv­adores a reaccionar­ios, y así no hay manera.

Vienen, ahora sí de veras, semanas y meses decisivos, que tendrían que llevarnos a algún acuerdo de vida en común, que obligarían a plantarnos ante Bruselas con un mínimo común denominado­r. Pero dudo si seremos capaces entre todos de superar esta mala sangre, este continuo quítate tú que me pongo yo.

Lo fundamenta­l hoy, con este mañana incierto, es vivir y progresar, aunque sea modestamen­te. Poder vivir en paz, pagar nuestros impuestos, fomentar la sanidad y la educación. Soñar un futuro mejor, con la fórmula política que se prefiera, pero sin violentar ni arrinconar a nadie. Sin romper las reglas del juego, incluso aquellas que pretendamo­s suprimir. Asumiendo que el adversario no es el enemigo y que la concordia y la convivenci­a son bienes sociales por preservar. Exceso de buenismo e ingenuidad o simple insolación, algo me ha pasado este agosto que me lleva a reducirme a lo fundamenta­l. A vivir y dejar vivir y a que nos dejen vivir en paz.

Vienen semanas y meses decisivos, que tendrían que llevarnos a algún acuerdo de vida en común

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VILLAR LÓPEZ / EFE
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