Cuando el silencio lo es todo
Reflexión y rezo son el pilar, además del trabajo, de las monjas carmelitas de Banyoles
Cultivan un gran huerto con todo tipo de frutas y hortalizas. También elaboran escapularios, que después venden, cosen cortinas por encargo y planchan ropa con almidón. Las monjas carmelitas ocupan con estas tareas buena parte de su día a día. Pero como contemplativas que son las siete religiosas que residen en el monasterio del Carme de Banyoles, completan su jornada, a parte del trabajo, con reflexión y plegaria.
La paz toma los pasadizos de estas dependencias y también rebosa en sus corazones bondadosos. Conviven en silencio, así lo procuran. “Guardamos silencio para estar con Dios”, explica Carmen Planellas, la madre superiora. En sus celdas, donde se recogen por la noche, momento que dedican al estudio, también lo hacen en silencio. En este caso, riguroso. “No tendríamos esta vida si no nos llenase realmente. No cuesta tanto si estás entregado a los otros”, añade esta monja, que cuando entró hace 58 años interiorizó este pensamiento: “Para coger una perla preciosa –en referencia a la vida contemplativa– tienes que dejar otra perla, la del mundo”.
“Pero no vivimos de espaldas al mundo; estamos aquí para amarlo, para hacer el bien desde la oración”, reflexiona Maria Rosa Vicens, la mayor de todas ellas. Al despuntar el día oran en grupo y se abren al mundo para participar en la celebración de la misa de primera hora de la mañana así como en la de los domingos. Tres de ellas tocan el órgano, otro motivo para juntarse y ensayar. Por la tarde se reúnen otra vez para rezar el rosario en la iglesia con los fieles. Siempre puntuales con esa serenidad monacal que las caracteriza. “El hombre se casa para llegar a Dios. Nosotras nos consagramos a Dios para llegar al hombre”, insiste Vicens. Esta es la finalidad de su vida, cuyo carisma es el amor a la Madre de Dios.
Actualmente, una de ellas, la monja Maria Jacinta Nthenya, procedente de Kenia, está de prueba tres años. De este país, además, hay otras tres que vinieron hace tiempo.
“Querían ser religiosas pero en su zona no había ninguna fundación. Un sacerdote les propuso venir a este monasterio de Banyoles”, aclara Planellas, que es de Girona igual como Vicens. La otra monja viene de Filipinas. Entre ellas se cuidan, también emocionalmente. “Hoy no te veo bien, ¿necesitas alguna cosa? ¿te puedo ayudar en algo?, decimos. Una forma de estar dentro de las personas y darles afecto si lo necesitan”, expone la madre superiora.
Cada una ha venido por un motivo distinto. Lo que impulsó a Vicens a abrazar la vida religiosa empezó en el colegio. “Nos dijeron que había eternamente un cielo para los buenos y una pena de condenación para los malos. La palabra eternamente impactó en mi espíritu. ¿Qué podía hacer yo para que las almas se salvasen? Mi amor a Jesús aumentó y a los 13 años lo tuve claro”, recuerda esta hermana, que tras descartar ir a misiones dio con los conventos de clausura y pensó que era su sitio. Y de eso ya hace 69 años. “Cuando se ama mucho, ya no hay sacrificio. Es un gozo, una satisfacción poder ofrecer alguna cosa a Jesús. Hasta día de hoy, esto ha marcado mi vida”, resalta esta religiosa. Hubo un tiempo en que el monasterio era un convento donde las monjas se dedicaban a la enseñanza de parvulario y primaria. Fue el primer colegio para niñas en Banyoles, ciudad que cuenta también con las religiosas de Sant Josep, de la Clínica Salus Infirmorum.
De vocaciones, siempre surgen, aseguran. “La voz de Dios continúa llamando pero no todos responden. Al final, somos pocas”, dice Planellas. Pese a ello, ya son más que hace años cuando sólo eran cinco.
“No vivimos de espaldas al mundo; estamos aquí para amarlo y hacer el bien desde la oración”, dice Mª Rosa Vicens