¿Anciano escultor surrealista?
Así se definía Giacometti en una respuesta improvisada, confidencia que demuestra la firmeza de su compromiso con las estéticas subversivas armadas por André Breton, que saturaron de audacia e intriga los mundos del arte de entreguerras. Objets mobiles et muets y Femme egorgée, son obras clave. Empiezo estos días a recuperar, con pie quebrado, una normalidad que cierra supuestamente unos meses de clausura. Vuelvo a ordenar papeles inacabados en un intento de rehacer nada proustianamente el tiempo perdido. Escapo a París en un vuelo sin sobresaltos, y me pierdo en una ciudad apagada. Recupero la muestra, L´homme qui marche en el Institut Giacometti, comisariada por Catherine Grenier, directora de la Foundation y autora de la biografía definitiva del artista, Albert Giacometti (Flamarion, 2019). Una obra lograda que persigue el rastro del artista vivo, pero sin circunloquios: cuando vestido con el mono de trabajo cubierto de yeso abría los secretos de su taller en Montparnasse.
En una fotografía de inicios de los sesenta, vemos al artista al pie de la escalera que desciende al patio, abrazado divertido a Grande femme IV, quizás sorprendida en un gesto furtivo de cercanía. El montaje de París complementa la exposición que vimos en la Tate recientemente, pero centrada en la serie completa de los yesos filiformes que señalan el periodo de atenta figuración y moderan el surrealismo de Giacometti. Hombres y mujeres en marcha que configuran un trabajo exigente sobre el modelo humano para comprender qué llamamos hoy antropología plástica.
Giacometti había nacido en 1901 en Borgonovo, en la suiza italiana, en una saga de artistas acreditados. Recibió depurada formación artística –pintor, escultor y dibujante– en el taller familiar y cursó Artes y Oficios en Ginebra, para saltar en 1922 a París, donde quedó impresionado por la versatilidad expresiva de Bourdelle, de quién siguió las lecciones en la Academie de la Grande Chaumière. Pero con una diferencia notable: la fascinación por el arte primero, no europeo, el primitivismo africano y cicládico enriquecido por las agudezas geométricas del cubismo analítico. Femme cuillère es obra pionera de 1923. En 1928 se alinea con los surrealistas, aunque en 1934 queda excluido del grupo y se multiplican las raíces de su horizonte formal con esculturas–objeto de carácter onírico, como Bronze suspendu, de 1930. La delimitación espacial es una variable esencial, y a partir de aquí se afianza la figuración de impronta étnica y cultural con los primeros desnudos, lineales y sucintos, que representan grupos humanos y apuntes solitarios de creciente tensión expresiva. Un “naturalismo esquemático” define el periodo posbélico y apuesta por los riesgos de la dimensionalidad concreta y la estructura gráfica del objeto. Son figuras escuetas y alargadas que alcanzan la plenitud en los tardíos cincuenta y califican el arte de Giacometti en la década siguiente: figuras en pie, imágenes poderosas adelantadas por L’homme qui marche en los orígenes de la estética radical del artista.
Es la época de la aproximación al existencialismo y la influencia crucial de Sartre que clarifica el arte de Giacometti: la traducción formal de las distancias que marcan la pugna artística contemporánea, en la que envergadura y dimensión constructiva logran el protagonismo. Têtes o La Main, frente a Tête-crane de los treinta.
La muestra de París dispone las figuras y figurines en una deriva potencial: los bocetos y apuntes antropológicos, presentados sobre soportes rectangulares, desafían nuestra percepción sensible. Femme qui marche posee la indivisibilidad de una idea y la intensidad de un sentimiento confuso, propone Sartre. La singular figura andrógina y primitiva en bronce de 1933, que fue la matriz de la idea, lo asegura: escueta, sin cabeza ni brazos que rompan el peraltado perfil rectilíneo. En complemento ajustado con los dibujos a bolígrafo breves y emborronados de 1966, que recorren la estructura del cuerpo humano y matizan la impresión palpable de movimiento. Al igual que el frente activo de figuras en formación cerrada, otra sorpresa de la Biennale veneciana de 1962, como lo fuera en 1956, que nos devuelven a los grupos figurativos de 1948. El retorno quizás a los motivos recurrentes y la estrategia del volumen: cabeza, figura femenina y en contrapunto otra figura ahora masculina. Un desfile danzante de felices efectos plásticos. Obras que demandan la interpretación abierta y audaz del espectador, a quién el artista cede la última palabra.
Yanaihara, el rendido estudiante japonés convertido en modelo cautivo para Giacometti – soportó más de 200 sesiones– confesaba emocionado: “Posar para Giacometti era una sucesión de escalofríos, de sensación de vértigo, sorpresa y admiración”. ¿Trabajamos? Abría el nuevo día para el artista. Pues sí, trabajemos.