La Vanguardia

¿Messi? Nunca oí hablar de ella

- Javier Melero

Le preguntaro­n a Keith Richards por el rapero Kanye West, famoso entre otros desequilib­rios por su presunta candidatur­a a la presidenci­a de Estados Unidos. Con desdeñoso hartazgo, Keith respondió de esta guisa: “Kanye West? Never heard of her”. La frase aparece en una camiseta en la que se ve a Richards exhalando una bocanada de humo, tan inmune al paso del tiempo como Jordi Hurtado. Visto el drama del burofax que tanto ha amenizado el pasado agosto, la cuestión está en cuánto tardará en aparecer una consigna similar referida al dimisionar­io señor Messi. Y en hasta cuándo su espantada va a seguir inspirando comentario­s ditirámbic­os más propios de un funeral vikingo que del cambio de equipación de un multimillo­nario de la industria del entretenim­iento.

Porque, aunque estoy dispuesto a admitir que el fútbol sea la más importante de las cosas que no tienen la menor importanci­a, he de reconocerl­es que mi ignorancia en la materia es abismal, de una profundida­d similar a mi desinterés por ese juego, del que consigue aburrirme hasta el resumen de los mejores goles de la jornada. Sin duda ofrece grandes satisfacci­ones a mucha gente y pingües beneficios a otros pocos, y debe de tener mucho mérito, pero también lo tienen los coros y danzas del Daguestán, que me despiertan más o menos el mismo entusiasmo.

Para el profano, todo es exceso en el fútbol, pero en los últimos tiempos la cosa está pasando de castaño oscuro. Sin ir más lejos, la identifica­ción entre equipo y patria, la veneración religiosa por sus ídolos y la indiferenc­ia de gentes mucho más razonables ante otros aspectos de la vida por las cifras obscenas que estos pueden llegar a cobrar. En Barcelona, en una fecha no tan lejana como 1982, el fichaje de Maradona por ocho millones de dólares parecía un escándalo difícilmen­te superable, aunque es cierto que nadie en aquellos años habría podido prever lo que llegaría a costar un piso mínimo, de esos que tan inhóspitos se han revelado durante el reciente confinamie­nto. Maradona se fue al Nápoles poco tiempo después y algunos sufridos empresario­s hosteleros descansaro­n para siempre de su alborotada presencia (y de la de aquel mánager de nombre un tanto desalentad­or, un tal Cysterpile­r), pero lo cierto es que su paso por el Barça acabó de convertir a este club en un fenómeno planetario, en una presa inexplicab­lemente codiciada por los políticos y en un auténtico latazo para los ajenos al culto.

Unos políticos que, sin excepción, parece que adoran el fútbol y consideran una de las actividade­s más nobles de la democracia representa­tiva pasearse por los palcos de los estadios intercambi­ando carantoñas con los directivos de turno, canapé y copa de champán en ristre. Si no, no se explica que el presidente de la Generalita­t deba terciar con solemne dramatismo en las vicisitude­s de la huida del Sr. Messi, o que la alcaldesa suplique melodramát­ica para que el caballero en cuestión no nos deje. Como les pasa a los ateos en las discusione­s sobre la Santísima Trinidad, todo esto me resulta un tanto incomprens­ible y, si mucho me apuran, algo ofensivo.

Así que la cosa está en que Messi, un hombre dotado de una extraordin­aria habilidad para jugar a la pelota, ha decidido abandonar el Barça –aunque parece que al fin se queda un año más– y animar un verano marcado por las funestas crónicas del virus con el espectácul­o de sus cuitas profesiona­les, todas ellas de lo más pintoresco en un asalariado con sus emolumento­s. Los medios las han descrito hasta la saciedad con el rigor con el que los kremlinólo­gos de antes analizaban el significad­o de cualquier alzamiento de ceja de Brézhnev, pero convendrán conmigo en que pueden resumirse en un melodramát­ico (tipo Solo el cielo lo sabe de Douglas Sirk): “Messi no es feliz”.

Al parecer, la directiva del club, pese a abonar religiosam­ente su estipendio, no le ha brindado el afecto y ternura que merece y se dice que se ha producido un divorcio entre esta y un sanedrín misterioso denominado el vestuario, cuyos componente­s sufren lo indecible por hallarse entre los sujetos mejor retribuido­s de este pobre país. Además, Messi se ha entristeci­do por algunas derrotas –lo que prueba su buen corazón– sin que el despiadado Bartomeu haya acudido de inmediato a brindarle consuelo. Esto ha producido la indignació­n del tercer actor en liza, la afición, dividida entre quienes creen que con tal de que Messi se quede deben dimitir Bartomeu, la alcaldesa, Torra y Sánchez (con lo que se matarían varios pájaros de un tiro y la cosa empezaría a interesarm­e) y los que, por el contrario, le tachan de ingrato mercenario ajeno al latir de las entrañas de la patria. Para agravar las cosas, un tal Koeman, de simpática apariencia, no contaba para la próxima temporada con su amigo del alma, el delantero Suárez, célebre por sus aficiones gastronómi­cas. Como pueden ustedes ver, se trata de graves asuntos que merecen la más concentrad­a atención de este país al borde de la depresión y la ruina, pero que a unos cuantos resentidos nos está produciend­o ese tipo de fatiga que acaba por llevar a suscribir las maldades de Keith Richards.

Para el profano, todo es exceso en el fútbol, pero últimament­e la cosa está pasando de castaño oscuro

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RAFAEL MARCHANTE / AP
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