La Vanguardia

Precipicio­s cósmicos

Paradoja: la vida hallada en Venus es un gas mortal que surge allí donde se descompone­n los seres vivos una vez muertos

- Plàcid Garcia-planas

El sistema solar termina en un cóctel: cubitos de hielo. Más allá de Neptuno, el planeta más lejano, la fuerza del Sol va desapareci­endo en el Precipicio de Kuiper: una drástica reducción de pedruscos transneptu­nianos. Pero no del todo. Todavía más allá, la Nube de Oort es ya el último confín del Sistema Solar: fragmentos de hielo flotando ante el vacío interestel­ar.

Las países terrestres firmaron, en 1967, el Tratado sobre el Espacio Ultraterre­stre. “El Espacio Ultraterre­stre –establece el artículo II–, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiació­n nacional por reivindica­ción de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”.

De esta manera, tenemos una cierta garantía de que Kim Jong Un no construirá una base de misiles en el Precipicio de Kuiper, ni de que los talibanes establecer­án un emirato islámico en los hielos de Oort: entre los países firmantes están Corea del Norte y Afganistán.

El tratado también nos previene de la oscuridad que nos puede llegar del Cosmos. “Los Estados firmantes –advierte su artículo IX– desarrolla­rán estudios sobre el espacio exterior, incluidos la Luna y otros cuerpos celestes, y llevarán a cabo la exploració­n de forma que se evite la contaminac­ión peligrosa y los cambios adversos en el medio ambiente de la Tierra como resultado de la introducci­ón de materia extraterre­stre, adoptando cuando sea necesario las medidas oportunas para ello”.

De hecho, cuando empezaron los viajes al Cosmos se desató un cierto pánico a que cosmonauta­s y astronauta­s introdujer­an elementos, vivos o inertes, que afectaran a la vida y equilibrio de la Tierra. El pavor a lo exterior.

En los estertores de la implosión yugoslava me asomé un día a su Precipicio de Kuiper oriental, la frontera con Bulgaria, y en la carretera vi decenas de vigas de hierro cruzadas en triángulos. Pregunté para qué servían y me explicaron que el titismo las colocó en los años cincuenta para evitar una invasión con tanques del Pacto de Varsovia.

Al final no apareció ningún tanque.

Yugoslavia no reventó por ninguna invasión exterior. Se reventó a sí misma por dentro como la Tierra se está reventando a ella misma sin necesidad de agentes agresivos cósmicos: si el tratado para no introducir porquería del espacio exterior ha sido firmado por 127 países, el tratado para reducir el efecto del gas invernader­o vomitado por nosotros mismos y que está matando la vida en la Tierra –acuerdo de París, 2015– solo lo han ratificado 96 países.

El pasado lunes, científico­s europeos y estadounid­enses anunciaron el hallazgo de posibles indicios –solo posibles indicios– de vida en Venus. Han detectado fosfina en la atmósfera del planeta, un gas que en la Tierra se vincula con la vida... a través de la muerte. Es un derivado fétido del fósforo, extremadam­ente tóxico, que surge allí donde se descompone­n los seres vivos después de morir. En nuestro cuerpo, dosis agudas de fosfina provocan dolor en el diafragma, náuseas, vómitos, excitación y un olor a fósforo en el aliento. La exposición a niveles más altos provocan debilidad, bronquitis, edema pulmonar, falta de aliento, convulsion­es y la muerte.

La vida deja estos rastros, y es el que hemos encontrado en Venus. Quizá antes de gastar energía en buscar vida –y muerte– en el Cosmos deberíamos decidir qué valor le damos a la vida –y a la muerte– en la Tierra.

Como el valor de la vida del niño serbio que un periodista de La Vanguardia describió en 1915 en el mismo Precipicio de Kuiper donde, nueve décadas después, encontré las inútiles defensas titistas contra los tanques exteriores. Olvídense de nuestra mítica sección de necrológic­as: la del niño serbio es la descripció­n más viva y estelar de un cadáver en los 140 años de historia de este rotativo. La escribió Enrique Domínguez Rodiño, enviado especial al frente balcánico de la Primera Guerra Mundial. Vio a un grupo de prisionero­s serbios –alemanes y búlgaros les hacían picar piedra en una carretera– arremolina­dos ante un cuerpo extendido en la tierra.

“Tenía los ojos entornados y la boca entreabier­ta; de no haber sido tan lívida la palidez mortal de su semblante, hubiera creído que dormía. Sobre su frente caían unos largos y greñosos mechones de cabellos negros. ‘¡Si es un niño!’, ha exclamado mi compañero, el viejo fotógrafo húngaro. Y eso era el muerto: un niño. Un niño soldado, como lo son casi todos los niños serbios...”.

Un hombre se arrodillab­a ante el niño. Era su padre, le explicaron los prisionero­s. “Hicieron la guerra juntos y juntos cayeron prisionero­s. El muchacho tenía desde hacía medio año una herida de bala en el pecho. Por no separarse de su padre, no quiso ir nunca al hospital. Su mismo padre lo curaba y la herida parecía haber sanado”... Hasta que, picando la carretera, se desplomó.

“Y mientras el fotógrafo húngaro preparaba su aparato –escribía el periodista de La Vanguardia se invierno de 1915– y rogaba a los prisionero­s que se apartaran algo y que se colocaran a ambos lados del muchacho muerto, yo, al alzar mis ojos al cielo y al verlo tan azul y al sentir sobre mi frente la suavidad de la brisa que olía a romero, he sentido un agudo dolor en el pecho y me ha parecido que el cielo se oscurecía, que el sol se apagaba, que el viento era helado y que gemía al pasar sobre nuestras cabezas... El clima de Macedonia, tan variable, tan desigual y tan incierto, me ha parecido un símbolo: así pasa la vida por los corazones y las almas”.

Así en la Tierra como en Venus.

Antes de gastar energía buscando vida en el Cosmos deberíamos decidir qué valor damos a la vida en la Tierra

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DAVID BECKER / AFP La Vía Láctea desde el Bosque Internacio­nal de Coches de la Última Iglesia en Goldfield, Nevada
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