La Vanguardia

Tabla de salvación

- Jordi Évole

Antes de ser presidente del gobierno, José María Aznar popularizó un deporte hasta entonces casi desconocid­o: el pádel. Era una especie de tenis, con raqueta rígida, sin cuerdas, que se jugaba (y se juega) en una pista más pequeña, lanzando una pelota con menos presión de aire y, por lo tanto, más lenta. Las malas lenguas decían que los que no llegaban para jugar a tenis se tenían que conformar con el pádel.

Sin la promoción de ningún político de centro (entonces Aznar hablaba de que el PP estaba viajando hacia el centro, y Alfonso Guerra –el de antes– le contestaba: “Llevan mucho tiempo viajando al centro, pero nunca llegan. ¿De dónde vendrán…?”, ahora ya lo sabemos), este verano se ha populariza­do otro pádel. Si ustedes han ido a la playa seguro que se han fijado: bañistas subidos a una tabla rígida, manteniend­o el equilibrio de pie, armados con un remo, y yendo de izquierda a derecha de la playa, y de derecha a izquierda, como en una negociació­n de los presupuest­os. Se llama pádel surf y ha sido la sensación de la temporada, hasta el extremo de que a principios de julio se agotaron las tablas en el Decathlon (o en la Decathlon, como dice mi amiga Ana, que sin embargo habla de “el FNAC” mientras yo digo “la FNAC”, paradojas de género de las macrosuper­ficies comerciale­s de origen francés).

Soy de los que han caído rendidos a la nueva moda y a principios de verano me compré una tabla con la que me lo he pasado en grande. Los tortazos que me daba al principio cuando me intentaba poner de pie eran dignos de Humor amarillo. Pero les aseguro que si yo le he pillado el tranquillo (¡gracias, María!) es que está al alcance de cualquiera. Hay mucha literatura de autoayuda alrededor del pádel surf. Navegando brevemente por internet, se pueden encontrar frases tan sugerentes como estas: “Además de ejercitar el cuerpo nos ayuda a reconectar con nosotros mismos y el medio natural que nos rodea”, “mantener el equilibrio nos obliga a tomar conscienci­a del estado de nuestro cuerpo y de la agitación de nuestra mente”, “puede acercarnos a una experienci­a meditativa y entrar en un estado contemplat­ivo”. No digo yo que no, pero también deberían recordar lo que cuesta inflar la tabla, que llegas al mar ya agotado.

Claro que cuando se populariza un deporte como este, también acaban abundando titulares que no le dan tan buena prensa: “Rescatan a dos turistas que hacían pádel surf en Toralla (Vigo)”, “dos mujeres atrapadas en unas rocas en Tapia (Asturias) mientras practicaba­n pádel surf”, “rescatan a tres jóvenes con problemas cuando hacían pádel surf en la playa del El Palmar (Cádiz)”. No se especifica si los jóvenes tenían problemas por practicar pádel surf o ya venían con los problemas de casa.

Por suerte, no he sufrido ningún contratiem­po de este tipo. Como mucho, algún pequeño corte con la quilla o alguna caída al agua entre medusas del tamaño de un niño de tres años. Aunque el sábado pasado, cuando volvíamos de nuestro paseo matutino, observamos como los socorrista­s intentaban reanimar a un hombre en la costa.

No estaba haciendo pádel, lo habían encontrado ahogado en el mar. A pesar del largo masaje cardiaco que le practicaro­n, el hombre perdió la vida. Fue curioso observar como la gente que tomaba el sol a pocos metros del suceso siguió haciéndolo incluso con el cadáver tapado.

Eso sí, con la distancia de seguridad recomendad­a por la Covid. Pero más curioso fue ver como a los diez minutos de que un juez levantase el cadáver y una ambulancia se llevase el cuerpo, exactament­e en el mismo lugar, se tendiese otro hombre con su toalla, a tomar el sol, ajeno completame­nte a lo que había sucedido poco antes en ese mismo lugar. Decidí coger de nuevo la tabla (de salvación), meterme en el mar, e intentar “mantener el equilibrio que me obligase a tomar conscienci­a del estado de nuestro cuerpo y de la agitación de nuestra mente”.

Les aseguro que si yo le he pillado el tranquillo al pádel surf es que está al alcance de cualquiera

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MARTÍN TOGNOLA
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