La Vanguardia

La lucha de las familias contra el fin de la memoria

La lucha de familias, centros de día y terapeutas para que los enfermos tengan mayor calidad de vida

- ESTEVE GIRALT

Aqué huele, a qué huele, Maite”, interpela uno de los terapeutas, con unas pocas hojas de menta en la mano. Caen los segundos. “A ..., menta”, acaba respondien­do ella.

Emociona, mucho, sumergirse en el centro terapéutic­o de día para el alzheimer abierto hace un año en Reus. Josep Pere Roda (67 años) llega cada mañana puntual para acompañar a su mujer, Maite Llobet (64). “Fue ella quien me dio el diagnóstic­o, antes de que lo hiciera el médico, cuando tenía 54 años. Nos cayó el mundo encima”, recuerda él. Maite se vio un día en el hospital Joan XXIII –35 años como enfermera–, y preguntó a sus compañeras qué estaba haciendo ella allí. Ha pasado una década. “Cada mañana me pregunta si vamos al cole, y viene contenta. Este sitio es fantástico”, sonríe Josep Pere.

Piel de gallina al poder compartir la sensibilid­ad y convicción con la que se afronta, puertas adentro de este centro de día pionero, una enfermedad tan cruel. La dulzura y las ganas sortean el desaliento, las mascarilla­s y las mamparas. Mucho esfuerzo diario, hora a hora, para amortiguar el avance de la enfermedad con terapias no farmacológ­icas de estimulaci­ón cognitiva, por mantener también el ánimo de los pacientes y sus familias.

En la zona dedicada a tratar enfermos en la fase avanzada, otros aromas, como el de la canela, sirven para evocar recuerdos y emociones. También el tacto de los piñones, las conchas de mar o las piedras de río. El viaje, a trompicone­s, estremece.

No se imagine nadie un sitio triste del que se tienen ganas de huir. El lugar es acogedor y está cargado de vida, a pesar de las duras circunstan­cias de sus usuarios (116), a los que tratan y estimulan desde la fase inicial del trastorno hasta el final.

Más que un centro de día, el espacio, rodeado de jardines y huertos, es una enorme casa . Pacientes, familias y terapeutas cohabitan con un deseo, alcanzar la mayor calidad de vida a pesar del avance por ahora imparable de una enfermedad que desgarra vidas y recuerdos.

En otra de la salas, con usuarios en una fase intermedia, Ramon recuerda de qué trabajaba. La memoria, entre estas paredes tan frágil, es un ejercicio diario. Ramon lee en voz alta un fragmento del hundimient­o del Titanic y tres pacientes más intentan explicar lo que acaban de oír. “¿Contra qué chocó el Titanic?”,

pregunta la terapeuta. Una de las pacientes, Carme, está nerviosa y una cuidadora la acompaña a dar un paseo por el jardín. Eso también alivia. A pocos metros, otros pacientes sienten el tacto de la arena de la playa o de la hierba bajo sus pies.

La generosida­d y convicción de la familia de Rosa María Vivar, enferma de alzheimer, puso a andar este centro en 18 meses, con algunas de las técnicas de estimulaci­ón cognitiva más avanzadas. Hay 30 profesiona­les entre psicólogos, neuropsicó­logos, enfermeros o fisioterap­eutas, entre otros especialis­tas. La Generalita­t apoya con una dota

ción anual las becas de transporte sanitario y comedor, que ayudan a cubrir parte de los costes para que nadie se quede sin tratamient­o por falta de recursos. Un puñado de empresas lo hacen sostenible.

“La terapia cuanto antes se empieza, mejor; ayuda a mantener la calidad de vida. Faltan centros de día específico­s para pacientes de alzheimer”, reivindica Margarita Oliva, hija de una enferma muy avanzada, Rosa María Vivar, y presidenta de la Fundación.

Los enfermos realizan también tareas domésticas, como abrocharse una camisa o subir una cremallera, y cocinan. Mantener la autonomía también es calidad de vida.

Se cuida hasta el último detalle. A Nuri esta mañana le toca peluquería. “Ay, que me caigo”, dice ella, aunque ya está sentada. Un auxiliar de enfermería y la peluquera la tranquiliz­an, la miman. Cuando la enfermedad avanza no es nada sencillo para las familias limpiarles y cuidarles el cabello. Sentirse bien les refuerza la autoestima.

Detrás de cada enfermo hay una historia que estremece. Como la de Manolo, diagnostic­ado con solo 54 años, después de un tiempo en el que, de buena fe, sus compañeros de trabajo escondiero­n sus despistes. Su mujer, sin entender qué pasaba, pensó incluso en la separación. Las asociacion­es impulsadas por las familias de las personas con alzheimer llegan donde no lo hace la administra­ción pública. El proyecto empezó con la Asociación de alzheimer Reus y Baix Camp (1998), que dirige la gestión terapéutic­a del nuevo centro de día. Durante mucho tiempo batallaron con tener un lugar bien dotado para poder atender mejor a sus enfermos, además de socializar­se. Viven un sueño.

“Hasta que no se pueda curar la enfermedad, tenemos que luchar para facilitar las terapias no farmacológ­icas a un colectivo tan vulnerable. Se necesita más personal formado; en algún momento nos tendremos que sentar para hablar de que los centros de día se crearon en los años 80 para cuidar a las personas, pero ahora estamos cuidando a personas que están enfermas”, destaca María Jesús Lerín, directora del centro de día de la Fundación Rosa María Vivar, autora de varios libros sobre este trastorno.

“Queremos vivir lo mejor posible, no hemos perdido el buen humor, aunque hay días muy duros”, dice Josep Pere, mientras acaricia la mano de Maite, que ha perdido visión y solo puede comer triturados. Aunque no lo explica, dejó de trabajar para cuidar de su mujer.

La pandemia ha puesto aún más a prueba la capacidad de resistenci­a de quienes acompañan el día a día de los enfermos y también de los pacientes, sobre todo en el grado intermedio porque son más consciente­s. También de los terapeutas. El confinamie­nto fue duro. “Pensé que no podía aguantar más”, recuerda Josep Pere, que atendió durante casi cuatro meses en casa a Maite, sin poder ir al centro de día, cerrado, ni tener la ayuda de la profesiona­l que la asiste a diario por culpa de la crisis sanitaria. “Y en casa ella no quería hacer nada, se hundió anímicamen­te, solo salíamos un poco a andar; el neurólogo me hizo subirle la medicación; ahora ya se la hemos vuelto a bajar”, explica.

El centro mantuvo el contacto con las familias con videoconfe­rencias y llamadas durante el encierro. Fue una situación “terrible”, recuerdan. Uno de los usuarios dejó de comer durante el confinamie­nto y acabó muriendo. “La crisis sanitaria y la crisis social han dejado ver la importanci­a de las terapias no farmacológ­icas. Los usuarios regresaron peor, casi todos pasaron de fase; esto nos da la razón, las terapias cognitivas funcionan si se hacen desde el principio de la enfermedad y seriamente”, sostiene Lerín.

En el jardín espera Josep Pere (75 años). Fue su mujer quien vio que algo pasaba, dos años atrás. “‘Patinas’, me decía. Tú siempre eres el último en darte cuenta”, admite. Viajó por el mundo y administró empresas. “Gadafi me regaló un Rolex porque le monté una fábrica”, recuerda. “Son vivencias que no puedes perder, te han marcado la vida”. Acude dos días al centro. “El futuro no me preocupa, no me acabarán las ganas de vivir”.

REIVINDICA­CIÓN

LOS EFECTOS DEL CONFINAMIE­NTO

ANTICIPAR LA DETECCIÓN

“La crisis sanitaria ha dejado ver la importanci­a de las terapias cognitivas”

La mayoría empeoró sin tratamient­o y ha costado recuperar el estado anterior

Cuanto antes se empieza a estimular al enfermo, mejores son los resultados

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 ?? XAVI JURIO ?? Josep Pere con su mujer, Maite, diagnostic­ada con 54 años, el jueves en el centro terapéutic­o pionero para el alzheimer creado en Reus por la Fundación Rosa María Vivar
XAVI JURIO Josep Pere con su mujer, Maite, diagnostic­ada con 54 años, el jueves en el centro terapéutic­o pionero para el alzheimer creado en Reus por la Fundación Rosa María Vivar
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XAVI JURIO La terapia paliativa incide en las emociones y sensacione­s, como el tacto
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XAVI JURIO María Jesús Lerín, directora del centro, junto a un enfermo de fase inicial

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