La Vanguardia

La ciudad como lienzo

- Llàtzer Moix

Bares y restaurant­es se sumaron el viernes a la lista de comercios que a lo largo de los últimos meses han bajado la persiana en Barcelona. Algunos volverán a alzarla. Otros, asfixiados por las secuelas económicas del virus, no. Con estas desaparici­ones, temporales o definitiva­s, Barcelona pierde tono vital. Entretanto, los grafiteros ganan lienzos y los pintan. Los carteles de “local disponible”, en grandes caracteres, colgados por las inmobiliar­ias en las fachadas no atraen a nuevos inquilinos. Pero imantan a grafiteros que, equipados con aerosoles, colorean sus muros.

El miércoles, La Vanguardia informaba sobre la petición de los comerciant­es al Ayuntamien­to para frenar esta proliferac­ión de pintadas que acrecienta­n la desolación en una ciudad ya deprimida. En el reportaje se especifica­ba que en el 2019 el Consistori­o invirtió 3.500.000 de nuestros mejores euros para limpiar 350.000 metros cuadrados de paredes pintadas. Una de las fotos del reportaje mostraba una finca de cierta nobleza de la calle Tallers –con su gran portal flanqueado por pilastras, sus balcones apoyados en ménsulas y sus esmerados trabajos en madera y metal–, que tras ser profusamen­te pintarraje­ada producía gran melancolía. Los autores de tags –esas firmas repetidas sin tasa, absurdas, que se agotan en sí mismas porque no firman ninguna obra– habían garabatead­o dicha fachada compulsiva­mente.

Los grafiteros de vieja escuela, amantes de la imagen de impacto trabajada al detalle, miran por encima del hombro a los taggers, cuya ambición artística algunos comparan a la de los canes que marcan territorio al levantar una pata trasera. Según tales grafiteros, una cosa es expresar un impulso creativo, e incluso periodísti­co, cuando el grafiti tiene vocación de crónica de actualidad o de crítica social. Y otra es competir con los colegas de plaga para ver quien pinta más veces su mote o sus iniciales sobre paredes ajenas. Incluso los comerciant­es, en un loable esfuerzo de comprensió­n, distinguen ya a unos de otros, y a veces –llámenle síndrome de Estocolmo– invitan a los grafiteros manitas a decorar sus persianas metálicas. Pero nada de esto conmueve ni arredra a los autores de tags en serie, que miran la ciudad y no ven historia o arquitectu­ra, sino un lienzo enorme sobre el que acreditar su incontinen­cia.

Este artículo podría quizás firmarlo un cascarrabi­as pesimista. Pero no es el caso. Tiendo a la tolerancia y al optimismo. Y creo, como creería el Cándido volteriano, que pese a la degradació­n de los muros aún somos afortunado­s. La cosa podría ser peor. Imaginen por un segundo que la pulsión expresiva de los taggers les hubiera inclinado a la escultura, en lugar de a la pintura. Que vieran en la ciudad no un lienzo sino un bloque de piedra enorme sobre el que explayarse con escarpa y martillo. “¡El arte es libertad!”, dirían. Y Barcelona sería ya un montón de cascotes polvorient­os.

Los abundantes carteles de “local disponible” atraen ante todo a grafiteros y ‘taggers’

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