La Vanguardia

Quemar el Reichstag, asaltar el Capitolio

- Ramon Rovira

La noche del 27 de febrero de 1933 el Reichstag ardió por los cuatro costados. Marinus van der Lubbe un joven comunista neerlandés, fue acusado, sentenciad­o y ejecutado diez meses después, como autor del incendio que destruyó la sede del Parlamento alemán. Casi un siglo después todavía se discrepa sobre si actuó solo o formaba parte de un complot planeado por los nazis. Lo cierto es que Adolf Hitler, aprovechó la catástrofe para suspender los derechos fundamenta­les y desencaden­ar el arresto masivo de comunistas, diputados incluidos. El canciller nombrado un mes antes, borró de un plumazo la Constituci­ón de Weimar que limitaba su poder y de pasada eliminó una de las principale­s fuerzas opositoras al NSDAP, el partido nazi. La historia rebosa de hechos donde se demuestra que los autócratas y dictadores siempre han intentado laminar sino eliminar, los parlamento­s. Como bastión de la voluntad popular las cámaras legislativ­as no sólo debaten para encauzar el poder ejecutivo, sino que son garantes del control de los gobernante­s y, por tanto, un estorbo para los megalomaní­acos. El último ejemplo, el golpe de Estado institucio­nal propiciado por Donald Trump y su turba de acólitos contra el Congreso, revela además la fragilidad del sistema de equilibrio de poderes en Estados Unidos, la clave de bóveda del sistema institucio­nal norteameri­cano. El articulo II de la Constituci­ón consagra las funciones presidenci­ales que van desde ser el comandante en jefe del Ejército más potente del planeta, hasta el nombramien­to de los jueces del Tribunal Supremo, la concesión de indultos sin límite o la dirección de la política exterior. Los padres fundadores fueron tan magnánimos en la atribución de poder al presidente que incluso aglutinaro­n en su figura los cargos de jefe de Estado y de gobierno. El afán proteccion­ista se acentúa con el procedimie­nto para la destitució­n, el impeachmen­t, un juicio político tan prolijo que ni una sola de las 45 presidenci­as acabó con la expulsión del inquilino de la Casa Blanca. Incluso la enmienda XXV que prevé el relevo del presidente en caso de incapacida­d mental o física, no fue aprobada hasta 1967 y exige que sea el vicepresid­ente quien promueva el relevo, aunque la decisión final la adoptarían las dos cámaras con una mayoría de dos tercios.

Es improbable que los redactores de la Constituci­ón pensaran que un personaje de la calaña de Donald Trump pudiera llegar a presidente de EE.UU. y utilizara la fuerza de su cargo con tanta zafiedad y desvergüen­za. Pero como la realidad ha superado la imaginació­n, se impone una reflexión sobre los límites del poder presidenci­al además de una dinamizaci­ón de los sistemas de control y posible relevo. El odio populista que ha inoculado Trump en la sociedad norteameri­cana forma parte del manual del dictador al uso y si no se extirpa de raíz, infecta pudriéndol­o todo. Porque el mismo fascismo que quemó el Reichstag en 1933 es el que asalta el Capitolio en el 2021.

Se impone una reflexión sobre los límites del poder del presidente, su control y relevo

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