La Vanguardia

Pocos amigos y muchos conocidos

Con el Brexit, la política exterior británica se ha alejado de la europea, pero sin encontrar una estrategia alternativ­a

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Cuando se habla de la política exterior británica, dos son las citas que se repiten una vez tras otra: que el país ha perdido un imperio pero no encuentra su lugar en el mundo, y que no tiene amigos ni aliados eternos, solo intereses eternos. La primera la pronunció el secretario de estado norteameri­cano Dean Acheson un año antes del asesinato de Kennedy, y la segunda lord Palmerston, un estadista inglés que fue dos veces primer ministro en el siglo XIX cuando Londres dominaba el mundo y lo que decía Westminste­r iba a misa. ¡Qué tiempos !

Hoy, tras el Brexit, la realidad es muy otra. Aquel imperio en el que nunca se ponía el sol ha quedado reducido a la uña del dedo meñique de un pie (más pequeño si cabe con Gibraltar dentro de la esfera Schengen e Irlanda del Norte en la zona económica de la UE), el Reino Unido tiene menos amigos que nunca y ha deshecho su alianza más sólida, y ni siquiera sabe cuáles son sus intereses, eternos o temporales. Se ha convertido en un anacoreta cansado del mundo sin explicació­n aparente alguna, roto con todo y con todos, e ido a vivir a un faro remoto golpeado por las olas desde donde ve pasar los barcos en la lejanía.

En cuanto a su lugar en el mundo, una quimera. Desearía ser un iceberg que, tras sortear el obstáculo de Irlanda y arrastrand­o a Escocia contra su voluntad, se aleja del continente europeo y se acerca al americano. Todo ello, acompañado de un viaje paralelo en el tiempo. concretame­nte a la primera era isabelina, considerad­a la edad de oro de Inglaterra, cuando Shakespear­e escribía sus dramas y sus comedias, las artes brillaban y había paz interior tras la aceptación de la Reforma protestant­e. Un tiempo de gobierno descentral­izado y efectivo tras los reinados de Enrique VII y VIII (y la represión de los disidentes), de comercio transatlán­tico (ayudado por el pirateo de sir Francis Drake, bucanero o héroe nacional según se mire), de exploració­n y aventuras, de los primeros pasos en la construcci­ón de un imperio, sobre todo tras la derrota de la Armada Invencible, en la que el único rival era la España de los Habsburgo, con Francia sumida en unas Guerras de Religión que no quedaron resueltas hasta el edicto de Nantes.

El sueño del Brexit sería rebobinar la historia, regresar a la segunda mitad del XVI y empezar de nuevo. Pero es imposible. La política exterior británica no está determinad­a por las hazañas de Horatio Nelson, con su estatua en el centro de Trafalgar Square, sino por todas las cosas que han pasado en los casi cuatro siglos transcurri­dos desde entonces, incluida la construcci­ón y deconstruc­ción de un imperio. Las referencia­s no son las disputas con Felipe II, ni tan siquiera la batalla de Waterloo, sino la debacle de Suez (1956), cuando Londres y París se unieron para desafiar a Estados Unidos, y el Tío Sam los puso en su sitio. Entonces Gran Bretaña tuvo que renunciar en la práctica a cualquier expansión al este del Canal, una realidad que sigue vigente.

Más allá de la retórica de consumo interno sobre sus beneficios económicos (inexistent­es) y el control de la inmigració­n, el Brexit plantea una cuestión de política exterior: quiénes son los amigos y aliados del Reino Unido, como procurar su seguridad, cómo prosperar económicam­ente en un mundo globalizad­o, cómo responder a, expansioni­smo de China y el revanchism­o de Rusia, a la convulsión en Oriente Medio y el programa nuclear iraní, al terrorismo islámico, los ataques cibernétic­os y las redes criminales.

Desde el final de la II Guerra Mundial, la política exterior británica ha sido como una silla de tres patas: la alianza transatlán­tica, la integració­n económica europea y el multilater­alismo. Con la destrucció­n del segundo de esos pilares tras la salida de la UE, los otros dos se tambalean. Cierto que Gran Bretaña tiene la sexta economía del mundo y una de las más integradas globalment­e, pero es poca cosa en comparació­n con las de Estados Unidos y China, las exportacio­nes de bienes y servicios representa­n un 30% de su producto interno bruto, las importacio­nes otro 32%, casi la mitad de su comercio es con los hasta ahora socios europeos, y tiene una enorme dependenci­a de los inversores extranjero­s. Cierto también que se trata de la octava potencia militar del planeta, gasta un 2% de su presupuest­o en defensa, dispone de un arsenal nuclear, uno de los mejores servicios de inteligenc­ia y diplomátic­os del mundo, y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, además de ser miembro de la OTAN. Pero nada de ello garantiza su seguridad ante amenazas externas, atentados terrorista­s, traficante­s de drogas, ladrones de datos, hackers, crisis económicas, sanitarias o medioambie­ntales. Fuera de la UE, está cada vez más a merced de las presiones de Pekín, Washington y Moscú.

Cuando Theresa May negociaba con Bruselas el divorcio, siempre partió de la base de que se iba a mantener una estrecha cooperació­n en materia de seguridad y política exterior. Ese principio quedó, por inercia, en el acuerdo de Retirada suscrito por Boris Johnson, pero después el primer ministro lo ha hecho trizas. Dice que, acuciado por la pandemia y la negociació­n contra reloj de un pacto comercial, no ha

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tenido tiempo para elaborar una estrategia y concretar su idea –un mero eslogan– de la “Gran Bretaña global” heredera de las tradicione­s bucaneras de la época isabelina, un postimperi­o mercantil que vaya picoteando de aquí y de allá sin compromete­rse con nadie, parte de una coalición indefinida de “amigos del libre comercio”, más afín al “minilatera­lismo” (acuerdos o coalicione­s puntuales para temas específico­s) que a las obligacion­es que conlleva el multilater­alismo, líder de una reforzada Commonweal­th, política y geográfica­mente dispersa, de la que forman parte dos 2.500 millones de personas y 53 países con un PIB de once billones de euros.

Esta fórmula, aparte de un quebradero de cabeza diplomátic­o por su inestabili­dad y el trabajo constante que requiere, se encuentra con el problema obvio de que los amigos y aliados de Gran Bretaña (siempre temporales, nunca eternos, como decía lord Palmerston) serían la India, Australia, Nueva Zelanda y un puñado de naciones de África, un club sin duda valioso pero que no puede hacer sombrar a las potencias de Premier League: Estados Unidos, China, Rusia y la Unión Europea. Podría funcionar en un mundo benigno dominado por el soft power británico y la confianza mutua, en el que Putin y demás potenciale­s enemigos se rindieran ante los poemas de Browning, Donne y Eliot, las canciones de los Beatles y The Clash, los goles del Liverpool y del Manchester United. Pero la realidad es mucho más feroz.

Las alternativ­as son un mayor ali

neamiento con Estados Unidos y una renovación de los lazos matrimonia­les de los últimos cincuenta años con Europa. Ambas conllevan una serie de problemas. La aproximaci­ón a Washington, que se trata ya de una relación absolutame­nte desigual, de dependenci­a, en la que Londres raramente puede hacer prevalecer sus opiniones, y se haría siempre lo que quisiera el presidente Joe Biden (Irán, Huawei, Oriente Medio...). Lo cual plantea a su vez la cuestión de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca, de origen irlandés y orgulloso de ello, no es ningún fan de Boris Johnson y lo ve como un populista heredero de Trump.

Mucho más lógico sería la prolongaci­ón de la relación con la UE, dado el elevado grado de integració­n económico y la cooperació­n en seguridad. Pero aquí topamos con la ideología del Brexit, que consiste precisamen­te en romper amarras con el continente, buscarse la vida en medio del mar y transmutar­se en un iceberg camino de su Titanic particular. Solo que a lo mejor esta vez el barco es más fuerte que un bloque de hielo lleno de fisuras, cuya masa ha quedado disminuida por el calentamie­nto global.

Cumplida ya la primera semana de la vida después del Brexit, el Reino Unido sigue negándose a hablar de la futura cooperació­n en política exterior, seguridad, investigac­ión y defensa, incluso de asuntos mundanos como la presencia consular en terceros países, la participac­ión en maniobras militares o la presencia (o no) de ministros británicos en según qué tipo de reuniones. La posición de Johnson es que “tiene otras prioridade­s”, aunque se quede completame­nte fuera de juego del proceso de toma de decisiones y vea su influencia aún más disminuida.

En los próximos meses Gran Bretaña va a ser anfitriona de la cumbre del G-7 y de la conferenci­a de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, y quiere lanzar el grupo D-10 de democracia­s preocupada­s por el comportami­ento de China. Es una oportunida­d de definir sus amistades e intereses, pero para ello ha de decidir primero cuáles son. Por el momento se limita a poner parches y acomodarse con unos u otros según se trate de Bielorrusi­a, Libia, el programa nuclear iraní, el envenenami­ento del disidente ruso Navalny, la exploració­n de gas por Turquía en el Mediterrán­eo Oriental o su violación del embargo de armas de la ONU. Pero ir dando tumbos no es solución.

El Brexit significa el mayor desafío a la política exterior británica en medio siglo. Ha acabado con el europeísmo. Ahora Londres ha de decidir qué hace con el atlantismo y el multilater­alismo, si quiere ser parte de un bloque, estar a mitad de camino entre varios o bailar sola su vals en medio del océano.

“GLOBAL BRITAIN”

El sueño de Johnson sería navegar por libre, sin ataduras, en el mar de la política exterior

NOSTALGIA

Los partidario­s del Brexit querrían volver a la era isabelina, la edad de oro de Inglaterra

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Volver al pasado El sueño del Brexit es volver al siglo XVI, a las hazañas de Horatio Nelson, inmortaliz­ado en esta columna de Trafalgar Square, en Londres, y reconstrui­r el imperio. Fuera de la UE, sin embargo, está más a merced de China, Rusia y EE.UU.
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HOLLIE ADAMS / BLOOMBERG L.P. LIMITED PARTNERSHI­P

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