El padre de la Barcelona de hoy
Hágaseloquesedebaydébase lo que se haga”, proclamó el alcalde Francesc Rius i Taulet para dar el empuje definitivo a la Exposición Universal de 1888, una de esas cita fundamentales que han marcado el devenir de Barcelona. Pasqual Maragall no lo expresó nunca así, pero actuó como si lo pensara. Su ambición hizo que los Juegos Olímpicos de 1992 convirtieran a la ciudad en un referente mundial, a la par que servían de palanca para ejecutar una de las mayores transformaciones urbanísticas de su historia, con la recuperación de la fachada marítima –olvidada cuna de la revolución industrial catalana– como principal legado.
Maragall no fue quien tuvo la idea de lanzarse a la aventura de los JJ.OO. La urdieron Juan Antonio Samaranch, pope del olimpismo, y Narcís Serra, su antecesor. Pero, a la vista de lo conseguido, difícilmente cabe imaginar mejor piloto. Su gran virtud fue involucrar a los agentes públicos y privados, así como a los ciudadanos, en un gran proyecto común. Lo que se vino en llamar después el modelo Barcelona.
Secundado en la organización olímpica por Josep Miquel Abad –mantenerle al frente contra viento y marea fue el mayor mérito de Maragall, según diría después el presidente del COI–, el entonces alcalde no solo consiguió unos Juegos impecables, que derrumbaron el cliché de la improvisación hispana, sino que logró que estuvieran al servicio de la ciudad. Y no al revés.
Ese fue en realidad el mayor éxito de Maragall. El estadio olímpico de Montjuïc y el Palau Sant Jordi dormitan hoy en la cúspide de la montaña sin grandes acontecimientos deportivos que llevarse a la boca –triste destino compartido por tantos otros una vez pasado el fulgor de las medallas–, pero las instalaciones están lejos de caerseapedazoscomoenotrasciudades exolímpicas (Río 2016 es el caso más reciente). Y la nueva Barcelona que alumbraron los Juegos (la Villa Olímpica de Poblenou, las playas recuperadas, las rondas de circunvalación...) está más viva que nunca.
Cuando Maragall viajó a Los Ángeles durante los Juegos de 1984 para promocionar la candidatura de Barcelona, un capitoste norteamericano le preguntó: “¿Y han venido en coche?”. La anécdota puede parecer extravagante a las nuevas generaciones. Pero la realidad de hace cuatro décadas era esta. Nadie sabía dónde estaba
Barcelona. Después de 1992 ya nada iba a ser igual.
El éxito organizativo de los Juegos –que también lo fue en el terreno deportivo– y la imagen moderna, festiva,abiertayacogedoraqueofrecieron los barceloneses ante los visitantes y las televisiones de todo el mundo resultó fundamental para disparar la cotización internacional de la ciudad y convertirla en un destino turístico de primer orden (algo que sin duda volverá a ser cuando se supere el paréntesis de la covid).
Los quince años de Maragall al frente de la alcaldía de Barcelona (1982-1997) fueron, tras el breve mandato inicial de Narcís Serra (19791982), los de la recuperación democráticalocalylarestauraciónurbanística. Desde las obras reparadoras en los barrios al proyecto olímpico, pasando por el difícil rescate del centro histórico y la internacionalización de la ciudad, esos quince años marcaron un rumbo, cambiaron el paradigma. Con sus aciertos y sus carencias, la Barcelona de hoy es hija de esa época.
La ciudad fue siempre el sueño de Maragall. Su obsesión. Joven economista especializado en economía urbana, empezó pronto (en 1965) a trabajar en el Ayuntamiento, donde acabó integrando el gabinete de programación del alcalde José María de Porcioles. Secretario de política municipal del recién fundado PSC, en 1979 –año de las primeras elecciones municipales democráticas– podía haber sido ya alcalde, pero renunció y prefirió ser el número dos de Narcís Serra. Hasta que la designación de éste como ministro de Defensa de Felipe González en 1982 le dejó en primeralínea.prontosevioquelollevabaen la sangre.
Haymuchosmaragallenmaragall. Pero probablemente, el alcalde sea el más auténtico.