La Vanguardia

Un president brillante, ambiguo, sin poder

- Antoni Puigverd

El legado de Pasqual Maragall va más allá de Barcelona. Su etapa de presidente de la Generalita­t fue corta y polémica (incluso tormentosa: “Dragon Khan” era la metáfora periodísti­ca). Podía haber significad­o un paso decisivo en la federaliza­ción de España. La fórmula que él propugnaba, el “federalism­o asimétrico”, pretendía reforzar los instrument­os territoria­les. Catalunya los necesitaba para mantener su eje económico propio, amenazado por una operación de Estado, impulsada por el presidente Aznar: el Gran Madrid, París de España y Londres de Hispanoamé­rica, que ahora es ya realidad. Maragall lo anticipó en un artículo: “Madrid se va”. Heredero por parte de Basilisa Mira, su madre, de los valores de la Institució­n Libre de Enseñanza, su federalism­o no era nacionalis­ta. Además de solidario, era cálido y fraternal con el resto de España.

Pero el proyecto de Maragall chocó con la hegemonía aznariana (a la que Zapatero no pudo dar la vuelta), basada en la emoción patriótica contra el terrorismo de ETA. Una emoción neoespañol­ista que exigía, y obtuvo, una relectura unitarista de la Constituci­ón. En el 2003, Maragall consiguió un resultado más corto que en 1999 y tuvo que aliarse con la ERC de Carod, que había crecido, mediante vasos comunicant­es, gracias a las emociones del aznarismo. En este cruce de una España sembrada por Aznar y una Catalunya en la que el independen­tismo tenía la llave de la gobernabil­idad, se entiende la impotencia del regeneraci­onismo maragallia­no. Quería profundiza­r en la Constituci­ón fomentando la competitiv­idad fraternal entre territorio­s. Quería limpiar la corrupción y el pujolismo caciquil; y superar el vuelo de gallina. Quería convocar las energías catalanas para impulsar un cambio equivalent­e al de Barcelona. Tenía en la cabeza una Eurorregió­n que, sin romper la vajilla de la legalidad, liderara una amplia franja mediterrán­ea francoespa­ñola. Una Eurorregió­n que podía otorgar a Catalunya la posibilida­d de intervenir como actor principal en el Mediterrán­eo.

Era mal comunicado­r o, mejor dicho, mal simplifica­dor. No fue entendido en la Catalunya interior, en la que prevalecie­ron los prejuicios antibarcel­oneses (y una mentira destructiv­a, que las bases pujolistas propagaron). Su discurso era complejo y ambiguo como lo es esta Europa que, superando las naciones, favorece las (con)fusiones de soberanía. El pujolismo estaba muy arraigado en la Catalunya profunda y el cambio no fue posible cuando Maragall todavía estaba en plena forma. Los cuatro años de oposición le gastaron mucho (lo enjaularon en unos límites que contradecí­an su personalid­ad creativa). En el 2003, ya ni el PSC confiaba en él. El tripartito fue pactado entre las direccione­s de los partidos y Maragall

aceptó presidir un gobierno que no controlaba. El error del pacto del Tinell debe entenderse en el contexto de la lógica amigoenemi­go introducid­a por Aznar. No era el momento de reformar el Estatut y lo sabía, pero se empeñó en la aventura federaliza­nte, que acabó como acabó. Los tres partidos fueron desleales entre ellos y con el president. Los medios lo bombardeam­os sin piedad: cualquier pequeño error fue agrandado con lupa. Anécdotas como la de la corona de espinas se convirtier­on categorías catastrófi­cas. La catástrofe del Carmel era colectiva y fue imputada en exclusiva al Govern.

No debería haber aceptado la presidenci­a. No dirigía ni su partido. Pero lo intentó porque era, es, muy terco. El legado de su terquedad ahora resuena en la gran nave catalana abandonada, que amenaza ruina. Su visión era inclusiva (como la del abuelo poeta: el grano de Catalunya contiene la espiga de España; y no al revés). Después de él triunfó la exclusión, que ya sabemos a dónde nos ha llevado.

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