Un president brillante, ambiguo, sin poder
El legado de Pasqual Maragall va más allá de Barcelona. Su etapa de presidente de la Generalitat fue corta y polémica (incluso tormentosa: “Dragon Khan” era la metáfora periodística). Podía haber significado un paso decisivo en la federalización de España. La fórmula que él propugnaba, el “federalismo asimétrico”, pretendía reforzar los instrumentos territoriales. Catalunya los necesitaba para mantener su eje económico propio, amenazado por una operación de Estado, impulsada por el presidente Aznar: el Gran Madrid, París de España y Londres de Hispanoamérica, que ahora es ya realidad. Maragall lo anticipó en un artículo: “Madrid se va”. Heredero por parte de Basilisa Mira, su madre, de los valores de la Institución Libre de Enseñanza, su federalismo no era nacionalista. Además de solidario, era cálido y fraternal con el resto de España.
Pero el proyecto de Maragall chocó con la hegemonía aznariana (a la que Zapatero no pudo dar la vuelta), basada en la emoción patriótica contra el terrorismo de ETA. Una emoción neoespañolista que exigía, y obtuvo, una relectura unitarista de la Constitución. En el 2003, Maragall consiguió un resultado más corto que en 1999 y tuvo que aliarse con la ERC de Carod, que había crecido, mediante vasos comunicantes, gracias a las emociones del aznarismo. En este cruce de una España sembrada por Aznar y una Catalunya en la que el independentismo tenía la llave de la gobernabilidad, se entiende la impotencia del regeneracionismo maragalliano. Quería profundizar en la Constitución fomentando la competitividad fraternal entre territorios. Quería limpiar la corrupción y el pujolismo caciquil; y superar el vuelo de gallina. Quería convocar las energías catalanas para impulsar un cambio equivalente al de Barcelona. Tenía en la cabeza una Eurorregión que, sin romper la vajilla de la legalidad, liderara una amplia franja mediterránea francoespañola. Una Eurorregión que podía otorgar a Catalunya la posibilidad de intervenir como actor principal en el Mediterráneo.
Era mal comunicador o, mejor dicho, mal simplificador. No fue entendido en la Catalunya interior, en la que prevalecieron los prejuicios antibarceloneses (y una mentira destructiva, que las bases pujolistas propagaron). Su discurso era complejo y ambiguo como lo es esta Europa que, superando las naciones, favorece las (con)fusiones de soberanía. El pujolismo estaba muy arraigado en la Catalunya profunda y el cambio no fue posible cuando Maragall todavía estaba en plena forma. Los cuatro años de oposición le gastaron mucho (lo enjaularon en unos límites que contradecían su personalidad creativa). En el 2003, ya ni el PSC confiaba en él. El tripartito fue pactado entre las direcciones de los partidos y Maragall
aceptó presidir un gobierno que no controlaba. El error del pacto del Tinell debe entenderse en el contexto de la lógica amigoenemigo introducida por Aznar. No era el momento de reformar el Estatut y lo sabía, pero se empeñó en la aventura federalizante, que acabó como acabó. Los tres partidos fueron desleales entre ellos y con el president. Los medios lo bombardeamos sin piedad: cualquier pequeño error fue agrandado con lupa. Anécdotas como la de la corona de espinas se convirtieron categorías catastróficas. La catástrofe del Carmel era colectiva y fue imputada en exclusiva al Govern.
No debería haber aceptado la presidencia. No dirigía ni su partido. Pero lo intentó porque era, es, muy terco. El legado de su terquedad ahora resuena en la gran nave catalana abandonada, que amenaza ruina. Su visión era inclusiva (como la del abuelo poeta: el grano de Catalunya contiene la espiga de España; y no al revés). Después de él triunfó la exclusión, que ya sabemos a dónde nos ha llevado.