La Vanguardia

El juicio final

- John Carlin

Ahora sí. Trump se acabó. Quizá aguante en la Casa Blanca hasta el final programado de su presidenci­a el 20 de enero, quizá lo echen antes. Pero lo cierto es que como figura política no tiene futuro. Está fulminado. Hace apenas una semana se pensaba que podría presentars­e para las elecciones presidenci­ales del 2024. Ya no. Su principal reto ahora es evitar la cárcel.

El día después de la invasión del Capitolio el aún presidente alzó la bandera blanca. Al condenar a los más bárbaros de sus seguidores, al declarar que había llegado el momento de sanear heridas, al compromete­rse con una transición ordenada y reconocer la victoria de Joseph Biden traicionó las reglas más sagradas del trumpismo.

Nunca antes había criticado a sus fieles, el éxito de su demagogia se basaba siempre en abrir heridas, el orden es la antítesis de todo lo que ha representa­do y por primera vez en su vida admitió lo que jamás quiso reconocer, lo que más le duele en las profundida­des de su infantil ego, que era un perdedor. Por fin, por fin, la mentira se rindió ante la verdad.

Solo 24 horas antes, el 6 de enero del 2021, fecha que en Estados Unidos nunca se olvidará, Trump había insistido en que le habían robado las elecciones, había aplaudido a las hordas que protagoniz­aron el asalto al edificio del Congreso, en el que murieron cinco personas, entre ellas un policía. “Os amamos. Sois muy especiales”, declaró.

¿Por qué el cambio? ¿Por qué, el día después de Reyes, la Epifanía? Porque de repente vio el mundo como es y no como él en su delirio quería que fuera, y se cagó de miedo. Rodeado de enemigos hambriento­s de sangre, vio que la humillació­n de perder contra Joseph Biden era poca cosa comparada con la pesadilla de verse expulsado de la Casa Blanca antes de concluir su mandato. Vio también que, encima de las doce demandas por delitos económicos que tiene pendientes en los tribunales de Nueva York, su propio Departamen­to de Justicia se abría a la posibilida­d de llevarlo a juicio por incitar el asalto al Capitolio.

Pero Trump no es el único al que hay que pedir cuentas. Si hubiese un juicio final, a lo Nuremberg, contra los que optaron por remplazar la ley constituci­onal con la ley de la jungla, el punto de partida debería ser que los vándalos del Capitolio son el espejo del vándalo de la Casa Blanca. La locura que todo el mundo vio fue la escenifica­ción en cuatro horas de la locura de cada día de los cuatro años que Trump ha ocupado la presidenci­a.

Sin embargo, Trump no es el principal culpable. No es el autor intelectua­l porque carece de intelecto. Si fuera su abogado, argumentar­ía que Trump está mal de la cabeza, recurriría a lo que los penalistas llaman la defensa del “trastorno, alteración o enfermedad mental”, pediría al juez que en vez de meterlo en prisión lo indicado sería confinarlo indefinida­mente en algún lugar seguro con pastillas. Más culpa tienen, diría, los que le pusieron en la Casa Blanca.

Si existiese una justicia perfecta, los acusados incluirían los 63 millones de adultos que votaron por él cuando ganó en el año 2016 y los 74 millones que lo hicieron cuando perdió hace un par de meses. He intentado entender por qué tantos se convencier­on de que semejante individuo era digno de ser presidente del país más rico y poderoso del planeta. Pero ya basta. Son unos idiotas irresponsa­bles y punto. Su única defensa sería que no sabían lo que hacían. Como el niño Trump.

Los culpables de verdad son los que sí sabían lo que hacían, los lameculos del Partido Republican­o sin cuya complicida­d nunca se hubiera llegado al desenlace, a la vez bochornoso y trágico, de esta semana, los cortesanos de Trump que le han brindado el apoyo más servil, incondicio­nal e humillante desde tiempos de los faraones.

Hablo de un cinismo épico. Hablo de los que conocen a Trump mejor que nadie.

Hablo de gente como Lindsey Graham o Mitch Mcconnell, los dos republican­os más influyente­s del Senado, los que daban su bendición a las mentiras y a los disparates de Trump, infaliblem­ente, hasta hace apenas cinco días.

Pero seamos caritativo­s, según el ejemplo de Jesucristo. Como dice el Nuevo Testamento, “habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentim­iento”. Tanto Graham, como Mcconnell, como los otros 40 de los 50 senadores republican­os, por fin se pronunciar­on contra Trump esta semana, por fin admitieron ante Dios y la Constituci­ón que sus acusacione­s de fraude electoral no tenían fundamento, que Joseph Biden había ganado las elecciones. Han confesado en el lecho de muerte y se han ganado su perdón.

Pero ¿qué decir de los ocho senadores republican­os y los 139 congresist­as de la Cámara de Representa­ntes que, pese al peligro que habían corrido a manos de los invasores del Capitolio, insistiero­n horas después en sumarse a la causa insurrecci­onista y votar en contra de la voluntad electoral de la mayoría? Elijamos a uno de ellos para retratarlo­s a todos. Elijamos a Ted Cruz, senador del estado de Texas.

A principios del 2016 Cruz se presentó contra Trump para la candidatur­a presidenci­al republican­a. Cruz dijo entonces de su rival: “Es un narcisista”; “la moralidad no existe para él”; “es un mentiroso patológico”; “si estuviera en mi coche dando marcha atrás y viese a Donald en el retrovisor, no sé cuál de los pedales pisaría”. Una vez Trump llegó a la presidenci­a, todo quedó en el olvido. Cruz no dejó nunca de perder la oportunida­d de alabarle, de salir en su defensa, de darle su voto. Incluso el miércoles por la noche, después de que la mayoría de sus correligio­narios se hubiesen arrepentid­o, volvió a votar a favor de él.

¿Por qué insistió Cruz? Por la misma razón que sus 146 cómplices en el Senado y la Cámara de Representa­ntes. Porque –la integridad de la democracia estadounid­ense al carajo– pensó que así ganaría más votos. En el caso particular de Cruz, él aspira –o aspiraba– a ganar la presidenci­a en las elecciones del 2024. Calculó que así obtendría el apoyo de las masas trumperas. Pobre infeliz. Cómo se equivocó. Mcconnell y Graham y demás ratas abandonaro­n el barco justo a tiempo, pero Cruz y los suyos no. Trump se ha hundido y el trumpismo se diluirá. Seguirá empapándos­e de mentiras conspirano­icas en las cavernas y en las redes sociales, incluso quizá se asomen los más fanáticos de vez en cuando y cometan otra barbaridad. Pero, gracias a haber demostrado su verdadera cara esta semana, el monstruo que Trump creó volverá a su febril y marginado hábitat natural. Tras juguetear en la jungla, Estados Unidos ha vuelto, por ahora, a la civilizaci­ón.

Trump no es el principal culpable del asalto; no es el autor intelectua­l porque carece de intelecto

Los responsabl­es también

son los lameculos del Partido Republican­o que bendecían al presidente

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ORIOL MALET
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