La Vanguardia

Con fervor de amigo

- Antoni Puigverd

Una obra política no deja herederos que puedan apropiarse de ella, como ocurre con la cuenta bancaria de un antecesor. El legado de Pasqual Maragall es propiedad del país entero y puede ser interpreta­do de muchas maneras, porque su personalid­ad, como la obra de su abuelo poeta, es compleja. No contradict­oria, pero sí ambigua: respondía a la voluntad de reubicar las piezas de cristal del puzle hispánico, que llevan siglos apretadas de mala manera; tal voluntad solo podía formularse con un estilo indetermin­ado, impreciso (confuso, incluso), procurando ante todo no quebrar las piezas. La ambigüedad fue fulminada por el integrismo legalista y la polarizaci­ón creciente. Pero sigue siendo la única manera de encontrar la cuadratura del círculo, esto es: la satisfacci­ón de las partes en el marco de una inclusión general. De hecho, la ambigüedad estaba tatuada en el alma de la Constituci­ón antes de la reinterpre­tación unitarista de los últimos tribunales constituci­onales. Fue un valor primordial en la transición, pero desapareci­ó por interés de los que aspiraban a una solución clara y taxativa (de Aznar a Pujol, sin olvidar el nacionalis­mo vasco, que ahora aparece como el único valedor de la ambigüedad, pero que, en los años de plomo de ETA, instrument­alizó políticame­nte la sangre, como después, en sentido contrario, aprendió a hacer Aznar, supervivie­nte de un atentado).

De no estar enfermo, ¿qué habría hecho Maragall en todos estos años? ¿Qué habría dicho mientras la historia se aceleraba hasta situar a los catalanes al borde de un precipicio? Ahora que (por causa de la covid y del final grotesco de Trump) se detecta en el ambiente la necesidad de una pausa para recuperar el aliento, el legado de Pasqual invita a ser revisitado. A medida que su memoria se diluye en la niebla del alzheimer, su figura cristaliza en mármol histórico. En una Catalunya dividida y desconcert­ada que teme el crepúsculo, Maragall es el único puerto de acogida en el que pueden refugiarse catalanes que ahora mantienen posiciones antagónica­s o discrepan abiertamen­te. Más aún: muchos de los catalanes que lo odiaron cuando era alcalde o que se tragaron la caricatura destructiv­a del borracho, ahora lo valoran como un referente (aunque, en sentido opuesto, y en menor grado, algunos catalanes que viajaban cómodament­e en la nave barcelones­a se irritaron con él durante los años del tripartito, y, huyendo del catalanism­o hacia una visión francesa de España, todavía hoy lo describen como el origen de todos los males). Maragall también es el puerto de acogida de los catalanes y españoles que, tras dos décadas de ácida relación, se afirman en la voluntad de unirse en la diversidad y entienden que los hermanos defiendan intereses divergente­s, siempre que no se pierdan el respeto, es decir, el afecto.

Maragall es la única gran personalid­ad catalana del último medio siglo que sobrevive al arduo tamiz de la historia. Perdido Jordi Pujol en el laberinto familiar, ningún otro político deja una huella tan positiva y determinan­te. Maragall reconstruy­ó Barcelona y, gracias al espléndido aprovecham­iento de la oportunida­d olímpica, la convirtió en el faro más luminoso del Mediterrán­eo y en una ciudad de referencia global (pese a no ser capital de Estado). Durante muchos años, Barcelona ha sido motor de prosperida­d, aunque ahora suscita sobre todo nostalgia, ya que la pandemia ha sido el golpe de gracia de un modelo que el vertiginos­o siglo XXI había ya agotado. Catalunya entera está agotada. Y también España, que flirtea desde hace muchos años con sus peores fantasmas históricos. Es un buen momento para reencontra­r el legado de aquel que defendía con pasión irreductib­le el interés de su ciudad y su país obligándos­e, con fervor de amigo, a pensar en el interés de las otras ciudades y los otros territorio­s.

En la niebla del alzheimer, la figura de Maragall cristaliza en mármol histórico

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