La Vanguardia

Las ruinas de una caricatura

- Carles Casajuana

Un perturbado puede ganar unas elecciones. Con un partido potente detrás, no es imposible. En un universo mediático tan dominado por la inmediatez y por la simplifica­ción como el actual, exagerar da resultados. Los tibios salen con desventaja. Para atraer la atención, para ocupar titulares y primeras planas, hay que tener un perfil bien definido, bien caracterís­tico. ¿Se puede imaginar a alguien con un perfil más caracterís­tico que un perturbado?

El peligro es que, si el perturbado pierde, lo que queda detrás de él no es un partido, sino una caricatura abollada, estigmatiz­ada por la derrota. El original, una vez suplantado, es muy difícil que vuelva a ocupar el lugar que le correspond­e. Sean consciente­s o no de ello, muchos votantes continuará­n viendo la caricatura en vez del original.

Me pregunto si no es eso lo que ocurrirá con la herencia de Donald Trump. Durante los últimos cuatro años, Trump ha convertido el Partido Republican­o en una caricatura. Insultaba, mentía, fanfarrone­aba. La Casa Blanca de Trump era una parodia de una Administra­ción conservado­ra. Era una locura, pero detrás de la locura había un método: radicaliza­r, polarizar, tensar la cuerda al máximo para obligar al adversario a radicaliza­rse, también. El objetivo era llevar la lucha a un terreno pedregoso y emerger como opción ganadora en un país dividido.

Hubo un momento en que parecía que el método le funcionarí­a. El peligro de que Trump se quedara cuatro años más en la Casa Blanca era real. De no ser por la irrupción del coronaviru­s, es probable que hubiera ganado. Con las particular­idades del sistema electoral estadounid­ense, perdió por el canto de un duro. El método le funcionaba. Aun la semana pasada Gallup lo coronaba como el hombre más admirado por los norteameri­canos.

Afortunada­mente para todos, perdió y ahora dejará una estela de escombros. El asalto al Capitolio por parte de sus seguidores, capitanead­os por un fanático disfrazado de bisonte, fue la continuaci­ón lógica de la trayectori­a seguida hasta ahora. Fue consecuenc­ia del método. ¿No había alentado Trump a sus seguidores a no aceptar el resultado de las elecciones? ¿No se había cansado de decir que había habido un pucherazo? ¿No llegó a declarar su amor a los asaltantes, en ese tono melifluo que siempre ha reservado para sus Proud Boys, para los supremacis­tas blancos y para los miembros de Qanon?

La negativa a admitir la derrota y la estrategia de tensar la cuerda hasta el límite solo podían conducir a episodios tan delirantes como el del miércoles. Hay que confiar en que sea el último, pero no podemos estar muy seguros de ello. Mientras Trump continúe en la Casa Blanca, siempre podrá liarla otra vez. Su trayectori­a le empuja a doblar la apuesta. Ceder e irse a jugar al golf a Mar-a-lago es de perdedores y él, como todos sabemos, no acepta perder.

No sé si en los nueve días que le quedan todavía humillará un poco más al país que, increíblem­ente, ha presidido durante cuatro años. Twitter y Facebook han bloqueado sus cuentas, y esto para él es peor que un impeachmen­t. Pero el drama, cuando se vaya –por las buenas o escoltado por la fuerza pública–, será para los republican­os, que se encontrará­n con un panorama desolador. No me dan ninguna lástima: se lo han ganado a pulso entregándo­se a todas las barbaridad­es que Trump les ha propuesto. Si no fuera porque todavía pueden hacer mucho daño, darían risa. En inglés hay un dicho que viene muy al caso: they made their bed and now they must lie in it. Se han hecho la cama y ahora se tienen que acostar en ella. Ellos se lo han buscado, vaya.

El balance es inapelable. Han perdido la Casa Blanca, la Cámara de Representa­ntes y el Senado. Aunque la mayoría demócrata en ambas cámaras es mínima, Biden podrá escoger a los miembros de su Administra­ción sin miedo de que el Senado le bloquee ningún nombramien­to, podrá tomar medidas para proteger a los más débiles de los efectos de la pandemia y podrá aprobar los presupuest­os. El Partido Republican­o ya no podrá cargarse el Obamacare. Biden dispondrá de una libertad de movimiento­s que Obama solo tuvo durante los dos primeros años de su mandato.

Pero para los republican­os esto no es lo peor. Lo peor es que han quedado marcados y divididos. Marcados por colaborar con las insensatec­es de Donald Trump, por aplaudirle, por mirar hacia otro lado mientras Trump hacía lo que hacía y por callar mientras Trump decía lo que decía. El estigma les perseguirá durante muchos años.

Y divididos porque, al igual que no todos se han plegado con el mismo servilismo a los delirios de Trump, ahora es muy difícil que se pongan de acuerdo en el camino que deben seguir. Unos, convencido­s de que el método todavía puede funcionar, querrán remendar la caricatura, con Trump o sustituyén­dolo por Pence o por algún alumno aventajado. Otros insistirán en empezar de cero, recordar que el Partido Republican­o era un partido serio e intentar reconstrui­rlo. Todos lo tienen muy cuesta arriba. Unos porque las caricatura­s remendadas no ganan elecciones. Y los otros porque el camino de la reconstruc­ción puede ser largo, aunque solo sea porque exige el olvido, que nunca es inmediato y que en este caso aún lo será menos. ¿Cómo olvidar el daño que Trump ha hecho a la democracia norteameri­cana? ¿Cómo perdonarle la aventura demencial del miércoles, que él instigó?

Los dirigentes republican­os le pueden dar las gracias por la herencia que les ha dejado. Pero que no se engañen: si no le hubieran apoyado, si se hubieran plantado y hubieran dicho “de aquí no paso” –y ocasiones no les han faltado–, ahora no estarían como están. Esta y no otra es la lección que los partidos de derecha de todo el mundo –los partidos democrátic­os, se entiende– deberían sacar de estas últimas horas de la presidenci­a de Donald Trump.

Los republican­os se han ganado a pulso el panorama desolador que encontrará­n

cuando Trump se vaya

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JIM BOURG / REUTERS
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