La Vanguardia

El segundo ‘impeachmen­t’ de Trump

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Dentro de una semana, el miércoles día 20, se consumará el traspaso de poderes y el demócrata Joe Biden se convertirá en el nuevo presidente de Estados Unidos. Todos los ojos deberían estar puestos en este relevo. Pero el asalto al Capitolio perpetrado el pasado día 6 por seguidores de Donald Trump, alentados por el propio presidente, sigue centrando la atención norteameri­cana y mundial. En buena medida, es lógico que así sea. Nunca, en sus casi dos siglos y medio de historia, se había registrado en Estados Unidos un ataque a la democracia tan obsceno, tan flagrante, de tanta gravedad. Por tanto, es imprescind­ible que no quede impune.

La Cámara de Representa­ntes está en ello. Ayer instó al vicepresid­ente Mike Pence para que, al amparo de la enmienda 25 de la Constituci­ón, ponga en marcha un proceso que acabaría con el apartamien­to del poder de un Trump incapacita­do para su labor. Pero, sabiendo que es improbable que Pence acepte desempeñar este papel, la Cámara preparó un procedimie­nto de impeachmen­t, el segundo de este mandato contra Trump, en el que le acusa de “incitación a la insurrecci­ón”. En primera instancia, este órgano legislativ­o podría votar la destitució­n hoy o mañana. Pero es probable que, en la segunda instancia, el Senado, se demore su fruto durante meses.

Motivos para echar a Trump de la Casa Blanca no faltan. Su presidenci­a ha dividido y polarizado al país, ha dado carta de naturaleza a las mentiras –a las suyas–, ha abundado en destitucio­nes de funcionari­os aptos que no se plegaban a su capricho y ha tenido, como colofón, el bochornoso asalto al Capitolio. Otra cosa es que, políticame­nte, sea este el momento más oportuno para proceder al alejamient­o. La presidenta de la Cámara, la demócrata Nancy Pelosi, cree que sí lo es. Pero Joe Biden no comparte su urgencia. Y no porque tenga un concepto muy elevado de Trump –estos días le ha dedicado calificati­vos muy duros–. Sino porque, por una parte, quiere dar pleno protagonis­mo, en los primeros cien días de su mandato, a una serie de medidas urgentes para frenar la pandemia y relanzar la economía. Y, por otra parte, porque Trump ha dividido en dos al país, y Biden no considera prudente inaugurar su presidenci­a echando más leña al fuego de la confrontac­ión civil. Por el contrario, ha manifestad­o a menudo su afán de reconcilia­r las dos Norteaméri­cas.

Sería bueno que Trump quedara, en este último tramo de su mandato, marcado por el ominoso asalto al Capitolio que fomentó, y estigmatiz­ado como lo que es: un individuo incapacita­do para el cargo y, como tal, sin posibilida­d de volver a ocuparlo en el futuro. Pero la mejor manera de que eso ocurra no pasa quizás por una operación de acoso y derribo de los demócratas, por más justificad­a que esté, sino por el repudio de los republican­os, algo que hasta la fecha se ha producido a muy pequeña escala.

Los dos años que faltan para las elecciones del midterm, que podrían devolverle­s el perdido control del Senado a los republican­os, deben ser aprovechad­os por estos para cortar amarras con Trump y para diluir el trumpismo. Es cierto que el magnate inmobiliar­io les llevó a la victoria en el 2016. Pero no lo es menos que les ha dejado ahora a los pies de los caballos: fuera de la Casa Blanca, sin control de la Cámara ni del Senado y cargando con el baldón del ataque a la democracia perpetrado por sus fanáticos, con su beneplácit­o.

La situación en EE.UU. es delicada. Pretender acabar con Trump de modo expeditivo podría ser, además de un acto de justicia poética, una precipitac­ión contraprod­ucente. Hay que hallar la fórmula de desactivar a Trump –no hace falta que ese sea un logro rápido, pero sí definitivo– y, más difícil, reconstrui­r un Partido Republican­o que no dependa del tirón electoral de Trump ni esté dispuesto a tolerar sus excesos.

El Partido Republican­o no puede recurrir ya al tirón electoral de Trump ni consentir sus excesos

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