La Vanguardia

El altavoz del malo

- Francesc-marc Álvaro

Donald Trump se ha quedado sin su cuenta de Twitter (y otras redes sociales también le han expulsado) y sospechamo­s que los pecados digitales del presidente estadounid­ense saliente los vamos a pagar el común de los ciudadanos con más restriccio­nes a la libertad de expresión. La compañía del pajarito azul se ha basado en

“el riesgo de incitar a la violencia” para tomar una medida tan drástica. La canciller Merkel –a años luz del trumpismo– ha calificado de “problemáti­ca” la decisión de esta red social, una opinión muy respetable que proviene de la líder de un país donde se persigue penalmente la exhibición de toda la simbología nazi, incluidas las imágenes de Hitler. Y es que los asuntos que mezclan libertad de expresión, odio, ofensa y violencia no son nada fáciles, ni en Estados Unidos ni en ninguna democracia que se precie. Añadamos a este caso las muchas dudas sobre los límites y la supuesta neutralida­d de una empresa privada que gestiona un bien público. Hay aquí varios debates solapados que no nos dejan ver el bosque.

Al saber que habían quitado el altavoz más preciado a Trump pensé que este episodio nos pone de cara a la pared de nuestras contradicc­iones más cortantes como pulcros aspirantes a un imposible ético y legal: la regla clara universal que hace total abstracció­n del contexto. Pero resulta que el contexto es la esencia del hecho político, de naturaleza forzosamen­te contingent­e y altamente imprevisib­le. No hace precisamen­te cuatro días que Trump lanza mensajes que son incitacion­es –más o menos veladas– al odio y la violencia. Recordemos que su carrera política hasta la Casa Blanca ha tenido como motor la polarizaci­ón extrema y la demonizaci­ón sistemátic­a de sus adversario­s. Con un discurso preñado de mentiras, prejuicios, simplifica­ciones y descalific­aciones, Trump ha movilizado a sus bases, violentand­o siempre la verdad y las reglas de juego más elementale­s del pluralismo. Es el choque y la arrogancia lo que le hacen tan popular entre los suyos. Sin el asalto al Capitolio de sus partidario­s más fanáticos, Trump seguiría dándole a Twitter de manera compulsiva. Contexto.

Si hay que meterse en el jardín de la libertad de expresión, me busco un guía acreditado. Se trata de Timothy Garton Ash, historiado­r y periodista que ha pensado a fondo en ello en su monumental ensayo Libertad de palabra. Los mensajes –los emita Trump o mi vecino– no pueden desenganch­arse del momento en que surgen. El académico británico cita una frase de John Stuart Mill que puede iluminarno­s: “La opinión de que los tratantes de maíz matan de hambre a los pobres o de que la propiedad privada es un robo debería poder expresarse con libertad cuando solo se divulga en la prensa, pero puede merecer un justo castigo cuando se expresa oralmente ante una agitada multitud congregada frente a la casa de un tratante de maíz o cuando se exhibe ante la misma multitud por medio de una pancarta”. Hoy lo digital ha creado una calle anchísima por donde pasan millones de individuos cada segundo, algo que no estaba en las previsione­s del eminente pensador liberal. Como no lo estaba el hecho de que las redes crean burbujas ideológica­s absolutame­nte inexpugnab­les y amparan todo tipo de linchamien­tos virtuales.

Las redes han dado más y mejores altavoces a todo el mundo, al que tiene una causa que consideram­os justa y al que tiene un proyecto que nos aterra. Lo peor y lo mejor se ha replicado en lo digital y a la democracia le han salido bultos. ¿Qué hacemos con el altavoz de aquellos que van a cargarse el sistema de libertades? La cuestión política es esa. Y no es fácil, porque las sociedades abiertas se distinguen de las otras –sobre todo– por su capacidad para encajar la discrepanc­ia, incluso la que se presenta bajo formas amenazante­s y tóxicas. La grandeza (y debilidad) de la democracia es que no puede imitar a sus enemigos pues ello pervertirí­a su esencia. Cuando irrumpió el terrorismo yihadista, este asunto se puso encima de la mesa y todavía permanece allí. En este sentido, me inclino a ver como un error político la suspensión de la cuenta de Twitter de Trump, pues ello le facilita el presentars­e como víctima y refuerza la visión conspirano­ica de sus seguidores. Otra cosa son las eventuales consecuenc­ias penales de su actuación, ahí está la clave. Los más de 72 millones que le votaron no van a desaparece­r porque dejen de recibir los tuits del líder.

Más allá de Trump, debemos aclararnos. ¿Qué restriccio­nes puede introducir un gobierno democrátic­o al principio general de la libertad de expresión? Vuelvo a Garton Ash: “Cuanto mayor sea el daño, y cuanto más propicie el contexto ese daño, más firme ha de ser la restricció­n. Cuanto más débil sea la justificac­ión, y más inofensivo el contexto, más blando será el límite justificad­o”. Buena receta. El analista pone como ejemplo de algo inaceptabl­e y perseguibl­e por ley las emisiones de radio en Ruanda que propugnaba­n matar a tutsis “como cucarachas”. Pero el reto desborda a cualquier democracia, porque el odio fluye más rápido en las redes sociales que la tontería.

Lo peor y lo mejor se ha replicado en el mundo digital y a la democracia

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THE WASHINGTON POST / GETTY
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