La Vanguardia

Al rico botijo para el agua fresquita

- FREDERIC BALLELL / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

La escena aparece enmarcada por un fragmento singular de la Rambla, el que en tiempos era popularmen­te mentado como rambla del Mig o del Centre, aunque el oficial era rambla dels Caputxins; es decir, entre el Pla de l’os y la plaza del Teatre, pero que Maria Aurélia Capmany gustaba de mantener el nombre histórico: plaza de les Comèdies.

El gran rótulo publicitar­io del hotel Internacio­nal, establecim­iento que por fortuna sigue no sólo en el emplazamie­nto original, sino en pleno funcionami­ento y ofrece las bondades de una renovación acertada.

El vendedor de botijos luce una estampa genuina, acentuada merced a la blanca camisa anudada y el sombrero que andalucea. Se atreve como si nada a cruzar el paseo, pese a que no es un terreno propio para el borrico, sino exclusivo de los paseantes.

Su mano derecha porta las riendas, mientras que la otra y el brazo los dedica a exhibir los bien torneados botijos, con el fin de que la persona aquilate a simple vista que ofrece unas piezas de buena factura. Y es que el resto de la mercancía va cuidadosam­ente repartida en las alforjas y bien protegida para así evitar que en cualquier maniobra inesperada algunas de esas frágiles piezas resultaran fatalmente quebradas.

El botijo ha merecido hasta bien entrada la segunda parte del siglo XX una presencia muy representa­tiva de la persistenc­ia del pasado tradiciona­l. No era de extrañar, ya que ningún otro recipiente conservaba el agua tan fresca y protegida. Y no setratabad­eunperfilr­ural,pues estaba bien presente en la ciudad y hasta en lugares de cierta relevancia, como los Ministerio­s: a la vera del conserje y en el rincón, el botijo sobre un plato.

No olvidaré lo llamativa que resultaba una estampa representa­tiva como la siguiente: años 40, frente al hotel Ritz aguarda aparcado un enorme y bien cuidado y elegante Hispano Suiza de un torero y su cuadrilla; en la baca rellena de enormes maletas no faltaba atado en un ángulo el botijo. Antes de la guerra, el encopetado Ritz no había admitido a ninguno, ni que fuera un maestro de fama.

En los dos veranos que sin remedio me tocó cumplir a finales de los años 50 en el campamento militar de Los Castillejo­s, en ninguna tienda de campaña faltaba el botijo, y a menudo había dos; su agua fresca y de calidad era bebida con notable placer al regresar de los ejercicios extenuante­s bajo un sol de justicia.

En fin, un país en el que el botijo y el toro eran representa­tivos de un estilo de un ayer que persistía. El vendedor de botijos pronto desapareci­ó, cuando menos en las ciudades, a diferencia del afilador, que modernizad­o mediante la muela encajada en la moto, se ha atrevido a desafiar la modernidad. Celebro que alfares y alfareros, aunque a la baja, hayan mantenido con calidad este arte popular ancestral.

Recipiente modelado por alfareros con tradición y que estuvo muy presente en la vida diaria

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Estampa rural en plena Rambla que llamaba la atención y era la mejor propaganda
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LLUÍS PERMANYER

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