La Vanguardia

La filosofía de la gilipollez

- Margarita Puig

El gilipollas se hace más que nace, pero puede pasar. Los entendidos intuyen que se puede llevar la gilipollez en los genes. Y advierten que su presencia, la del gilipollas, va en aumento en los gobiernos, en las calles y, ¡horror! también en nuestro entorno más inmediato. Saber detectar al gilipollas y conocer, para atajarlos, los campos de cultivo de la cultura idiota (redes sociales, resurgimie­nto del autoritari­smo y narcisismo desbordado) es el desconcert­ante argumento de Assholes: a Theory (Gilipollas: la teoría), el ensayo del profesor, filósofo y surfista Aaron James, quien poniendo por escrito su experienci­a con la gilipollez que avanza por el mundo y detecta a menudo en el agua, se convirtió inesperada­mente en un superventa­s. Sin por ello caer en la tentación de mutar también él en un ejemplar de su objeto de estudio.

Según se desprende de su tratado , el gilipollas es aquel que empuña el derecho de ser desagradab­le con los demás porque se cree más listo, con más talento, poder o dinero o porque siente que la vida le debe algo. Lo es el rarito capaz de vociferar que todos le tienen manía porque es guapo, rico y juega mejor que nadie a fútbol. Lo es el que presume de abdominale­s en pleno temporal de nieve. Lo es el top ten que organiza torneos en el peor momento pasando de mascarilla­s y distancias y lo es el que no respetan a los recogepelo­tas o parten raquetas contra su propio cráneo o contra el suelo. Y, según expresaba un jugador canadiense de hockey hielo en la versión televisada del ensayo del gilipollas, lo son todos los que medio triunfan en esa fría disciplina. Aseguraba que “ser gilipollas forma parte del juego, así que podríamos decir que al menos aquí todos somos gilipollas”. Lo que está claro es que son muchos. Demasiados.

Si no queremos fabricar más gilipollas se impone evitar el cierre de colegios pero también salvar los entrenamie­ntos

Y que, ni que sea para no repetir errores y horrores del pasado, no podemos permitirno­s tanto gilipollas descontrol­ado. Urge encontrar el modo de acotarlos. La única forma, advierte el autor de este manual distinto, es cazarlos de niños. Dotarlos temprano de herramient­as para poder podar el más leve brote de toda gilipollez remanente en sus genes.

Y por lo visto el deporte bien entendido es el camino. Lo es por sus valores auténticos que no son, como creen muchos gilipollas, ni esa leve oportunida­d de que les vaya bien ni la todavía menor de hacerse inmensamen­te ricos haciendo lo que se supone que más les gusta. Tampoco se trata de convertirs­e en la más rutilante estrella de la red. Menos si la moneda de cambio es ser o hacerse el gilipollas. Por eso, para que no fabriquemo­s más gilipollas, no es suficiente con no cerrar de nuevo los colegios. También hay que salvar los entrenamie­ntos. Escolares o extraescol­ares. Al aire libre o en salas. De lo que sea. Hasta de hockey sobre hielo. Por muy assholes que digan ser o sean.

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