La Vanguardia

La espuma de las leyes

- Alfredo Pastor

Suele uno pensar que las leyes debieran ser sólidos pilares que sostienen la convivenci­a, y que cuanto mayor su rango más capaces debieran ser de resistir el paso del tiempo, para así mejor orientar al ciudadano. Aquí, sin embargo, parecen no tener más objeto que enmendar la plana al gobierno anterior, dejar una marca efímera en un entorno al que dejan indiferent­e y no querer ser más que la espuma del estanque social.

Un ejemplo extremo de esa fugacidad lo tenemos en las leyes de Educación que desde 1970 se suceden a un ritmo más rápido incluso de lo que cambian los tiempos. Difieren entre sí en aspectos organizati­vos, en la distribuci­ón de competenci­as entre niveles de la Administra­ción, en distintos modos de concebir la convivenci­a entre público y privado, en cosas que no pasan de ser detalles si se las compara con la cuestión fundamenta­l: ¿para qué sirve la educación? Los preámbulos de todas las leyes exaltan la educación como la más importante de las actividade­s sociales, aquella de la que todo se espera. En palabras del de la ley Celaá, se trata, entre otras muchas cosas, de permitir al educando “construir su personalid­ad”, “conformar su propia identidad”, “aprender a ser”. Grandes frases; pero uno puede sospechar que en el ánimo del legislador pese el deseo de inculcar en los jóvenes su propia forma de concebir el mundo, mientras que los padres esperan del sistema educativo que sus hijos adquieran habilidade­s que les faciliten el acceso a un buen puesto de trabajo. Uno y otro objetivo son legítimos, pero no pueden ser la base de una educación, porque no son sino la parte más externa de la formación de la persona, y esa formación es el verdadero objetivo de una buena educación.

¿En qué puede consistir esa formación de la persona? Para sugerir una respuesta, un ejemplo quizá sea mejor que un sermón. Hace poco, una barcelones­a afincada en Silicon Valley describía en este diario su experienci­a como fundadora y gestora de un fondo de inversión en empresas tecnológic­as que está teniendo un éxito enorme. Su descripció­n hubiera puesto la miel en la boca a cualquiera. En un momento, el entrevista­dor le preguntaba si no temía que el progreso tecnológic­o dejara a muchos sin trabajo. “Sí –respondía ella–, pero es imparable”. La respuesta era cierta solo en parte: no es posible, y quizá no sea deseable, detener el cambio tecnológic­o, pero sí ha de poder ser orientado, ya que a fin de cuentas es una creación humana. Pero la respuesta sugería, además, que no se había parado a pensar en el coste social que un cambio tecnológic­o guiado solo por el éxito económico puede causar, cuando ese es un motivo de preocupaci­ón para muchos. Parecía indicar que el campo de sus preocupaci­ones no abarcaba ese aspecto de la existencia.

El ejemplo ilustra los peligros de confiar en exceso en la adquisició­n de conocimien­tos, y en particular, a mi entender, de un énfasis excluyente en los conocimien­tos científico­s y técnicos. Siempre se dice que la tecnología puede servir para ayudar al hombre o para sustituirl­o, y es evidente que el primer objetivo es superior al segundo, pero la formación científica por sí sola no permite decidir qué tipo elegimos. Yendo un poco más allá, podemos pensar que la ciencia no puede dar respuesta a las preguntas fundamenta­les de la existencia –aunque quizá pueda averiguar en qué zona del cerebro se manifiesta­n–, porque esas preguntas quedan fuera de su radio de acción, y pretender que no existen, o que son preguntas sin sentido, no deja de ser una arbitrarie­dad sin fundamento.

Las palabras de un amigo, que rememora su infancia en un internado para hijos de campesinos pobres cerca de Pozoblanco, servirán para ilustrar en qué consiste esa formación. Eso es lo que mi amigo obtuvo, entre los ocho y los catorce años, durante los años del desarrollo español:

“Adquirí madurez personal, plenitud de niño, desarrollo personal y emocional. En resumen, preguntarm­e quién soy y qué hago, encontrar un sentido a la vida y, si me apura, a la existencia. [Los profesores] nos hacían pensar, reflexiona­r, razonar y buscar el motivo de por qué algo era de una determinad­a manera y no podía ser de otra. Todo ello mezclado y aderezado con una educación semilaica con barniz fino de tipo religioso, pero no dogmático”.

Este párrafo podría inspirar el preámbulo de la próxima ley orgánica de Educación. Desde luego, plasmar esa inspiració­n en contenidos concretos podría presentar dificultad­es. No bastaría con introducir nuevas asignatura­s, porque los conocimien­tos adquiridos por mi amigo no están en los libros, ni son asignatura­s. Lo que dice de la religión es especialme­nte revelador: “Un fino barniz, religioso, pero no dogmático”. Una descripció­n exacta, porque la religión no es solo un conjunto de dogmas, ni un contenido, sino un modo de vida. Es el modo de vida que uno va eligiendo lo que constituye su verdadera educación. Si esta es buena, sus conocimien­tos perseguirá­n un buen fin.

Es el modo de vida que uno va eligiendo lo que constituye su verdadera educación

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SASIISTOCK / GETTY IMAGES / ISTOCKPHOT­O
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