La Vanguardia

Democracia o barbarie

- M. CRUZ, filósofo y expresiden­te del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política (Taurus) Manuel Cruz

Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar”, escribió el poeta, cuyos versos, en feliz paradoja (a la altura de las más clásicas de Zenón), no han pasado, sino que han quedado, indelebles, en nuestra memoria colectiva. Vivimos en tiempos de volatilida­d, es cosa sabida, pero la constataci­ón requiere matices, y no precisamen­te menores. Es cierto que pocas cosas quedan, mientras que la mayoría pasan, pero tanto el pasar como el quedar admiten toda la gama de colores de la paleta.

No creo que haya muchas dudas respecto a que las imágenes del asalto al Capitolio de hace dos semanas pertenecen al selecto grupo de las que permanecer­án grabadas en la retina de una mayoría de ciudadanos por mucho tiempo, y es bueno que así sea. Porque resultaría lamentable que el viento de la volatilida­d, que todo parece llevarse por delante, alejara también de nuestras mentes algo que no solo no debe ser olvidado, sino que merece ser pensado con detenimien­to y actitud crítica.

De los diversos aspectos que ofrece el lamentable episodio, quizá convenga no desdeñar los relacionad­os con dimensione­s profundas, casi estructura­les, de nuestras democracia­s. Que parecían funcionar razonablem­ente bien desde el momento en que se mostraban capaces de fijar las reglas del juego, los márgenes de la cancha y demás aspectos de la vida política con la suficiente claridad y rigor como para impedir que incluso un personaje tan volcánico, errático y confuso como Donald Trump pudiera cometer disparates irreversib­les. Sin embargo, se nos podría objetar, tan engrasado funcionami­ento no impidió un acto tan radicalmen­te antidemocr­ático como el asalto a la sede del Senado y de la Cámara de Representa­ntes. Es cierto, como lo es que tal vez eso constituya, desde una determinad­a perspectiv­a, lo peor que hizo el entonces presidente.

Pero detengámon­os por un instante en el reproche, intentando especifica­r su contenido. Al hacerlo, comprobamo­s que eso peor que ha hecho Trump ha ocurrido, en puridad, al margen de su gestión propiament­e dicha como presidente, justo al expirar su mandato (y precisamen­te por ello). ¿En qué ha consistido? En breve: en manipular, de manera obscena y planificad­a, a la ciudadanía, con la inestimabl­e ayuda de las redes sociales en lugar muy destacado, sin olvidar el apoyo entusiasta de una poderosa cadena de televisión. Tampoco fue la instrument­alización de lo que un viejo althusseri­ano habría denominado los “aparatos ideológico­s del Estado” lo que le permitió persuadir en su momento a millones de estadounid­enses de las bondades de su proyecto político y de su figura. Insistir en que se trataba de una persuasión basada en mentiras y sofismas no cambia apenas nada, porque no es el caso que los ciudadanos persuadido­s carecieran de instrument­os que les permitiera­n desenmasca­rar las mentiras o desmontar los sofismas.

Con otras palabras, que lo que permite certificar Trump es que los puntos débiles de la democracia no se localizan en las institucio­nes. Ya no da más de sí el cansino discurso que intentaba ubicar en las élites o en una casta poco representa­tiva del real sentir de los ciudadanos la causa de su malestar. A quienes manejan una idea sumamente pobre y simplista de la democracia les parece que nada hay más democrátic­o que adular de manera permanente a la ciudadanía, sea cual sea el rumbo que esta pueda emprender, las acciones que pueda respaldar o los líderes a los que pueda apoyar. Aunque, eso sí, cuando no se comporta como ellos desearían, de inmediato pasan a considerar­la como una criatura inocente que ha resultado víctima de un engaño de algún poder desaprensi­vo. No debe resultar casual que acostumbre­n a ser estos mismos los que más interés suelan tener en estar muy presentes en los medios y, a poco que puedan, en controlarl­os. Proporcion­an con tales actitudes un ejemplo de lo que Emilio Gentile denomina “democracia recitativa”.

Los puntos débiles aludidos en el párrafo anterior están claros. Pero hay que dar un paso más sobre la mera constataci­ón y señalar el denominado­r común de dichos elementos. Que no es otro que el hecho de que sus comportami­entos han sido presentado­s en todo momento por los propios protagonis­tas como ejercicios de su soberana libertad (individual o de expresión), y no como resultado de la aplicación de norma o ley alguna, ni bajo la cobertura de ningún paraguas institucio­nal.

La conclusión lógica que de lo dicho se desprende es el reconocimi­ento de que, volviendo a lo sucedido en Washington, no cabe endosar responsabi­lidad alguna por ello a las institucio­nes ni a ninguna instancia macro. Esta vez han sido –es triste reconocerl­o– ciudadanos y políticos los que con su comportami­ento han hecho temblar el entero edificio de la democracia americana. El edificio ha resistido, ciertament­e, pero ahora sabemos que esa democracia tiene un severo problema con una parte de sus inquilinos. Sin que sirva del menor consuelo pensar que cosas en extremo parecidas ocurren en otras latitudes.

Ciudadanos y políticos son los que han hecho temblar el entero edificio de

la democracia americana

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