La Vanguardia

Milagro en el corazón castizo

- Pedro Vallín

La finca de la parroquia de la Paloma, cuya espalda –un ramplón edificio contemporá­neo de seis plantas orientado a la calle Toledo y destinado a casa sacerdotal y catequesis– voló ayer por los aires, la preside la iglesia de San Pedro el Real. El templo, de principios del siglo XX rematado en un caracterís­tico ladrillo rojo, es anejo a la calle de la Paloma y está orientado al pequeño jardín de la calle Isabel Tintero, que regala una perspectiv­a limpia de la fachada, rematada con motivos góticos.

El barrio es el centro neurálgico del casticismo madrileño –entendido en el sentido original del término: reacción tradiciona­lista contra el afrancesam­iento y la Ilustració­n–, y la calle Toledo que lo cruza es una arteria principal de la vieja Villa que arranca en la Plaza Mayor y hoy termina en el puente de Toledo, sobre el Manzanares. Antaño, acababa a mitad de camino, en el arco de la Puerta de Toledo, aledaño a la explosión e improvisad­o campamento de decenas de periodista­s una vez policía y bomberos despejaron la zona. Bulliciosa siempre, la fortuna quiso que el temporal, la pandemia y el almuerzo tardío mantuviera la calle Toledo despejada de tráfico y transeúnte­s a esa hora. En otro caso, la explosión habría tenido un coste humano mucho mayor.

La fachada este se desplomó sobre la calle Toledo, frente al hotel Ganivet, apenas unos pasos por detrás de la periodista de TV3 Tània Tapia, vecina del barrio, que acababa de pasar por delante del edificio, mientras la del sur cayó sobre el patio del contiguo colegio La Salle. El hielo terco de Filomena fue la contingenc­ia que hizo que los niños estuvieran esperando a sus padres en las aulas, y que fueran desalojado­s sin novedad. La medianera, al norte, que separa el edificio parroquial de la residencia de ancianos Los Nogales resistió. Un ciento de abuelos al norte y decenas de niños al sur salieron milagrosam­ente ilesos de la monstruosa explosión.

En 1787, la esposa de un cochero del barrio llamado Diego Charco descubrió a unos niños, junto a lo que hoy es el patio del colegio La

La pandemia, el hielo y la hora hicieron que la bulliciosa calle Toledo estuviera despejada en el instante del siniestro

Salle, jugando con un lienzo de la virgen. La mujer lo rescató y lo colocó en el portal de su vivienda. La devoción de Isabel Tintero –así se llamaba la vecina y así se bautizó su calle– prendió de tal modo entre sus paisanos que el asunto llegó a oídos de palacio. Y se cuenta que a los rezos de María Luisa de Parma a la imagen de La Paloma debemos la curación del hijo que tuvo con Carlos IV, que creció como Fernando VII. La leyenda elevó esta virgen a patrona informal de Los Madriles y titular de la verbena más famosa de la Zarzuela.

En la calle Toledo, apenas cincuenta metros más arriba de la explosión luce –es un decir– La Fuentecill­a, un monumento desproporc­ionado y fatuo al infame monarca al que cuentan que salvó La Paloma. El pilón lo firmó Alfonso

Rodríguez, arquitecto real, y su resultado estético llevó a Mesonero Romanos a describirl­o como “la desdichada fuente”. Ese mamotreto granítico marca el centro exacto del pueblón manchego que fundó Madrid –hoy el antiguo villorrio lo ocupan los barrios de La Latina y Lavapiés– y prueba la devoción de los súbditos castizos por el rey que mantuvo alejados del país entero los furores de la modernidad. Es tentador ver un hilván de azares entre los mocosos que jugaban a finales del siglo XVIII con un lienzo de la virgen y el funesto siglo XIX español, del que tanto se habría de lamentar el granadino Antonio Ganivet, precursor del noventayoc­hismo y a cuya pluma y lucidez filosófica debe su nombre el hotel que ayer recibió la lluvia de los cascotes.

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EMILIA GUTIÉRREZ Imagen del siniestro, con el muro del patio del colegio en primer término y el asilo Los Nogales detrás
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