La Vanguardia

El Santo y Jim West

- Julià Guillamon

Entre el montón de cosas extravagan­tes a las que, este último año, me ha empujado la neurasteni­a, destaca la manía transitori­a de ver series y programas de televisión de cuando era niño. ¿Como funciona la memoria? ¿Qué me ha quedado de unas imágenes que vi cuando tenía la cabecita nueva por estrenar? Todo aquello que me gustaba cuando era un chaval ¿se aguanta mínimament­e?

En la primera ola, vi Historias de la frivolidad de Narciso Ibáñez Serrador con guión de Ibáñez Serrador y Jaime de Armiñán. Es un programa de 1967. En Europa, sobre todo en Francia, triunfaba la moda del erotismo que aquí, claro, no llegó, a causa de la censura. Idearon un programa, de humor blanco, que pasaba revista a la historia de occidente desde el punto de vista erótico. Yo debí verlo a los seis o siete años y me acordaba de dos sketches. El primer es un striptease de una señora medieval que se va sacando la armadura. Es una versión castiza del striptease del traje espacial de Jane Fonda en los títulos de crédito de Barbarella de Roger Vadim. La actriz (lo tuve que buscar) era Irán Eory. La otra escena la tenía fresquísim­a. Una chica en una bañera. Sale rodeada de espuma, una gran bola, com si fuera de nieve. Esta vez reconocí a la actriz: Margit Kocsis, ¡la chica del caballo blanco de los anuncios de Terry de Leopoldo Pomés! Era una televisión muy simple, con pliegues sofisticad­os, que jugaban con la credulidad del espectador. El humor ocupaba el lugar que ahora, en la mayoría de productos audiovisua­les, monopoliza la violencia.

Una de estas noches de la tercera ola me preparé un programa doble: El Santo, con Roger Moore, y Jim West, con Robert Conrad y John Martin. No he sido nunca muy televident­e. Pero en los veranos de finales de los sesenta o principios de los setenta, las tardes que daban Jim West, lo dejábamos todo y nos encerrábam­os a verla con mi amigo Jaume Enric y otros chavales de la calle. Son dos series con argumentos resultones. Transmiten una idea, hoy alucinante, de las relaciones entre hombres y mujeres. El Santo y Jim West seducen a todas las chicas, sin hacer nada especial. James Bond también lo hace. Pero a veces pretenden engañarle, le hacen la rosca para tenderle una trampa. Con estos dos, se trata de una rendición incondicio­nal. Mis amigos octogenari­os me hablaban siempre de Fantomas, de Raffles, de Madrake. No les encontraba el gusto (con la excepción del Raffles cinematogr­áfico protagoniz­ado por David Niven, que me encanta). Jim West se parece mucho: mecanismos secretos, bolitas explosivas que se disparan con una cerbatana, un malo que es llama Miguelito Loveless –¡genial!– que es un científico enano, acompañado siempre de un gigante. Cada generación tiene sus referentes, los nuestros los vimos en series de televisión de tres al cuarto y no tienen el prestigio del folletín y del cómic. Me lo he pasado la mar de bien y les recomiendo (esto va para largo) un poco de televisión vintage. A mí, narrativam­ente hablando, me encantaría escribir una historia de Jim West. Si me sale, se lo haré saber.

El humor ocupaba el lugar que ahora, en la mayoría de productos audiovisua­les, monopoliza la violencia

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