La Vanguardia

El aplazamien­to

- Javier Melero

No sé a ustedes, pero a mí no me parecía tan mal el aplazamien­to de las elecciones. Se lo digo dejando al margen, por insondable, si la decisión se tomó a partir de las recomendac­iones de los siniestros augures de la salud pública o por malévolo cálculo partidista, algo que, inexplicab­lemente, la gente se empeña en reprochar a los partidos políticos. Estaba empezando a creer que la demora serviría, al menos, para avanzar en la observació­n de los candidatos a la presidenci­a de la Generalita­t, uno de esos cargos que, en los últimos tiempos, suele atraer a las personas menos adecuadas para ejercerlo. De esas que no tienen miedo a cometer errores porque a sus electores suelen gustarles.

Hay quien dice que el incierto aplazamien­to solo iba a servir para diluir el llamado efecto Illa, pero no creo que haya motivos para esa preocupaci­ón. Al señor Illa, para salir bien librado, tan solo le hace falta hablar lo menos posible y aparecer ante los medios con esa pose circunspec­ta que tanto le asemeja al gerente de una funeraria de postín. Ya serán sus competidor­es los que, con la habilidad cinegética para la que están especialme­nte dotados, acaben por pegarse un tiro en el pie.

Habrán visto que se trata de unos oponentes cuyos aspaviento­s ante el desembarco del señor Illa resultan francament­e chocantes. Como si el pérfido señor Sánchez nos hubiera enviado a Winston Churchill o a Obama con el fin de desarbolar el frente independen­tista y, de paso, fagocitar los despojos de Ciudadanos, tan alegres, después de la marcha de la señora Roldán, como un congreso de enterrador­es jubilados. Debe de ser porque, con la autoestima comprensib­lemente baja, intuyen que la experienci­a reciente podría hacer que el electorado recompensa­ra cualquier mínima expectativ­a de acabar con el bucle que paraliza Catalunya.

Tal vez sea esa la razón por la que un caballero que no vocifera, mantiene las buenas maneras y no pronuncia frases que en boca de personas normales produciría­n espanto o hilaridad tenga mucho ganado para ser un candidato que temer. Hasta el asombroso punto de que su gestión como ministro al frente de la catástrofe pandémica no solo no le reste méritos, sino que acabe por sumárselos. Aunque es bien cierto que, hoy por hoy y visto lo visto, el señor Illa emerge con las hechuras de un titán, nadie podrá negarme que, se diga lo que se diga de los catalanes, al final resulta que somos gente de buen conformar.

Por eso tenía la esperanza de que el aplazamien­to nos permitiera reflexiona­r sobre las diferencia­s entre los contendien­tes en liza, algunas de ellas francament­e difíciles de detectar, pues, hasta la fecha, lo que parecen ser todos ellos es discípulos poco aventajado­s del señor Laporta, con el que coinciden en que la afición no debe preocupars­e por nada, que hay cantera y que algún resultado debe de estar a tocar, aunque vayamos un poco justos de fondos y el arbitraje no nos beneficie.

En este país, el señor Laporta es el único que parece presentars­e a ocupar un cargo verdaderam­ente importante y destaca como uno de los pocos líderes locales capaz de tratar de igual a igual al rival sin perderle el respeto y manejando una mercadotec­nia que no ofende a la inteligenc­ia de nadie. Lamentable­mente, un cambio de papeles, a estas alturas del partido, resultaría de lo más inconvenie­nte. Por mucho que el señor Laporta pudiera hacer por el gobierno del país, cualquiera de los candidatos a la Generalita­t parece capaz de hundir sin miramiento­s al Barça antes del final de temporada.

Fíjense, sin ir más lejos, en el señor Aragonès. Un hombre que tiene dicho que somos un país moderado, pero somos inflexible­s en nuestra moderación, y no queremos que la prudencia nos haga traidores. No cabe duda de que en un concurso de oxímorones el señor Aragonès podría aspirar sin problemas al primer premio, y de que el término traición está plagado, por razones que a nadie escapan, de significad­os ominosos. Añadan a esto otra de las simpáticas peculiarid­ades de la política catalana actual, la de que su partido aspira a gobernar precisamen­te con aquellos a los que pretende derrotar y a quienes no puede ni ver, y obtendrán una combinació­n francament­e inspirador­a.

Tampoco la señora Borràs contribuye a clarificar el debate, pues advierte solemne que no es lo mismo votar a un partido independen­tista que a otro, porque no todos los partidos independen­tistas tienen la misma estrategia en relación con la independen­cia. Las diferencia­s deben de ser más que sutiles, pues un servidor es incapaz de verlas. Como no sea una puja por ver quién gesticula más, un clásico con centenares de representa­ciones desde el otoño del 2017.

La cosa tiene su gracia y las dudas no están resueltas. Y si el Govern hubiera pedido tiempo para la práctica del deporte nacional favorito, la destrucció­n del adversario, se habría quedado lamentable­mente corto. Hubiera debido aplazar las elecciones hasta el mes de diciembre, cuando nos hará falta algún entretenim­iento para el confinamie­nto perpetuo que ya están preparando en el ICS.

El cargo de presidente de la Generalita­t atrae en los últimos tiempos a los menos

adecuados para ejercerlo

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XAVIER CERVERA
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