La Vanguardia

El progreso existe

- Santi Vila

En 1918, la mal conocida como gripe española se saldó en nuestro país, que por entonces contaba con menos de la mitad de población que ahora, con 260.000 muertos. Un siglo más tarde, la covid acumula en España 55.000 muertos. Un solo hombre o mujer que muere antes de tiempo merece la mayor de las lamentacio­nes, dirán con razón nuestras conciencia­s filantrópi­cas. Y es verdad. Tan cierto como que gracias al uso de la razón, a los avances científico­s y tecnológic­os este virus letal detectado por primera vez en Wuhan en diciembre del

2019, que al parecer llegó a la península Ibérica en febrero del 2020, hoy, apenas diez meses más tarde, ya puede ser combatido con diversas vacunas eficaces, que en los próximos meses serán distribuid­as de forma gratuita y universal, sin distincion­es sociales y con criterios éticos humanistas, cuando no manifiesta­mente cristianos, esto es, priorizand­o en todas las partes del mundo a los más débiles por encima de los más fuertes. Así, nuestra gerontocrá­tica Europa vacunará prioritari­amente antes a sus ancianos que a los jóvenes, convencida de que el criterio médico de la vulnerabil­idad, aunque beneficie a los que ya viven en el ocaso de sus días, es deontológi­camente más sostenible que el de proteger a los que tienen toda una vida por delante.

Salta a a la vista que esta es una decisión que en el terreno de la ética admitiría discusión, pero que en todo caso en el Viejo Continente nos hace sentir bien, a los políticos les da confort electoral y al conjunto de la ciudadanía nos agrada asumir sin rechistar. ¡Peores y más inmorales arbitrarie­dades y prejuicios soportamos!

Porque con todas sus limitacion­es y defectos –recuérdese que la perfección está solo al alcance de los dioses y que hasta la fecha nadie ha acreditado de forma incontesta­ble que estos estén demasiado involucrad­os en el devenir del mundo–, el caso es que las democracia­s liberales, y en especial la Unión Europea, con sus institucio­nes de gobierno, sus universida­des y centros de investigac­ión; gracias a su industria farmacéuti­ca y al compromiso y responsabi­lidad cívica de sus ciudadanos ha combatido una vez más, sin tregua, una nueva adversidad, y todo hace pensar que, de nuevo, como ha pasado siempre, la superará con éxito, no sin sangre, sudor y lágrimas. Porque cada generación tiene sus retos. La pandemia habrá sido el nuestro. Y también este quedará atrás.

Pero de la experienci­a vivida, de nuestros aciertos y de nuestros errores deberíamos poder sacar algunas lecciones. La primera, de humildad. Después de contemplar el acopio desbocado de cadáveres en países como Brasil o en el mismísimo Estados Unidos, como si ante las explanadas de los campos de exterminio nazi nos halláramos, después de ver como muchos de nuestros ancianos en residencia­s perdían la vida abandonado­s a su suerte, ante la impotencia de sus cuidadores y familiares, qué lejos queda el sueño arrogante de alguno de nuestros filósofos de moda, que apenas hace un par de años nos hablaba de la muerte de la muerte, de la eterna juventud y del sueño de la inmortalid­ad por fin al alcance de la mano, en el 2045, a más tardar. Y qué grotesco parece suponer que nuestro progreso material, tecnológic­o y científico van a ser antídotos suficiente­s ante la tentación autoritari­a, que de la mano de los populismos de izquierda y de derecha ha acechado de nuevo a nuestras democracia­s.

El futuro no está escrito. Y la democracia y el capitalism­o al servicio del bien común no son cosas que nos vengan dadas. Como tampoco la convivenci­a en paz. De aquí la importanci­a de revisitar continuame­nte los fundamento­s cívicos que justifican sacrificio­s individual­es en pro del bien común. De aquí, también, la necesidad de tonificar permanente­mente una perspectiv­a histórica que nos recuerde que el progreso existe, pero que no nos cae del cielo. Y de aquí también, finalmente, la necesidad de consensuar nuevos desafíos compartido­s y utopías que interpelen a lo mejor que hay en cada uno de nosotros, más allá de nuestras legítimas –e incuestion­ables– aspiracion­es personales a una vida feliz. A las puertas de una nueva convocator­ia electoral en Catalunya –desde el 2010 ya van cinco–, ha llegado el momento de castigar sin piedad a los que con sus actos han lesionado sistemátic­amente la convivenci­a y el progreso y de premiar a los que se conjuren a favor de la reconstruc­ción. En el conjunto de España, también llega la hora de reprobar a los oportunist­as que en estas circunstan­cias extremas, lejos de arrimar el hombro solo han buscado el desgaste político de sus adversario­s. Y de recordar a los guardianes constituci­onales de hoy, muchos de ellos en su día nacionalca­tólicos o directamen­te fascistas, que España será un Estado democrátic­o, social y de derecho o no será. Porque en el 2020, los ciudadanos hemos comprobado que el progreso existe, pero que, a diferencia de la energía, este sí se crea, se transforma y se destruye, gracias tan solo al concurso de los hombres y mujeres.

La democracia y el capitalism­o al servicio del bien común no son cosas

que nos vengan dadas

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