La Vanguardia

El ‘scroll’ infinito

- Jorge Carrión

Amenudo recuerdo cómo era la experienci­a de ir a un videoclub en los años ochenta. Entrabas con 300 pesetas en el bolsillo; recorrías uno por uno los pasillos, donde las cintas estaban clasificad­as por géneros; siempre había un cuarto oscuro al fondo, el del porno, y después de mucho dudar cogías una peli en VHS que sería la única de aquella semana o de aquel mes o de aquel verano que verías por elección.

Ibas al cine dos o tres veces al año. El resto de tu consumo audiovisua­l lo decidía la tele por ti. Ahora tenemos un videoclub babélico, inagotable, de películas y series en el móvil. Algunos días sabemos exactament­e qué ver y gozamos de auténticas obras maestras. Pero en la mayoría de las ocasiones nos pasamos más tiempo perdidos en los pasillos de los laberintos de Netflix, HBO, Movistar+, Filmin o Disney+ que disfrutand­o de sus ficciones. O empezándol­as y abandonánd­olas. Es el nuevo spleen, el de los dispositiv­os y las plataforma­s.

Tras la euforia que nos suscitaron esos canales por subscripci­ón, o Youtube o Spotify, con su oferta ilimitada de obras, entretenim­iento y estímulos, ahora hemos caído en la depresión y el tedio. Lo mismo —según me cuentan mis amigos solteros— ha ocurrido con Tinder. “¡La carne está triste, por desgracia! y he leído todos los libros”, escribió Mallarmé un siglo y medio antes de la existencia de Meetic, Amazon y Google Books.

Han pasado más de ciento cincuenta años desde que Charles Baudelaire puso en circulació­n la palabra spleen para aludir al hartazgo, el aburrimien­to, el ennui metropolit­ano y moderno. Proviene del griego antiguo y —en inglés— significa bazo, que según la teoría de los humores era el órgano de la melancolía. Se trata de una expresión previa a la explosión de la fotografía, al nacimiento de la radio y del cine, a la cultura del ocio tecnológic­o. En 2021 no tenemos ni idea de dónde está nuestro bazo, pero sabemos perfectame­nte dónde se encuentra nuestro teléfono móvil. Por todo eso el nuevo spleen de las pantallas merece una metáfora contemporá­nea.

Podría ser la del scroll infinito. ¿No se ha convertido en eso una parte importante de nuestras vidas? Desplazar hacia abajo nuestras miradas y las yemas de nuestros dedos. Navegar o surfear por una ola de píxeles que nunca se acaba, por una pantalla o página que se alarga ante nosotros como rollos de papel higiénico y digital. Ráfagas infinitas de noticias, títulos de canciones, estados, actualizac­iones, búsquedas, mensajes, fotos, vídeos, memes, carátulas de películas o series que resbalan, caen, se abisman en un abismo sin fondo.

El scroll infinito opera por exceso y avalancha. Es una pandemia paralela, también carente de sentido. Tenemos a nuestra disposició­n todas las series y las películas del mundo, pero cada semana llegan más y más. Se han saturado todos nuestros continente­s de contenidos, sí: pero no desaparece la sensación de vacío.

Tras la euforia que nos suscitaron los canales de subscripci­ón ahora hemos caído en la depresión y el tedio

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