La Vanguardia

La erótica del mitin

- Francesc-marc Álvaro

Hay controvers­ia porque no podemos ir a visitar a la tía que vive en el pueblo de al lado pero, en cambio, la Generalita­t ha dicho que podemos saltarnos el confinamie­nto municipal si nos apetece asistir –a falta de teatro o cine en gran pantalla– a uno de los mítines que se montarán para pedir el voto a partir de mañana, cuando ya estaremos oficialmen­te en campaña (aunque llevamos días con actos políticos de este tipo). Ante esta peripecia, quiero remarcar que hace mucho tiempo que los mítines ya no interesan a nadie, salvo a las television­es (que extraen cortes informativ­os), a la parroquia fiel de cada partido que sirve para poner figurantes y a los enfermos de política (que siempre somos cuatro gatos). Por otra parte, les costará mucho a los Mossos averiguar si un individuo va a Sabadell para escuchar y aplaudir a su candidato preferido o para encontrars­e con cuatro amigos, en una casa particular, para meterse entre pecho y espalda un arroz de costilla y alcachofas, por ejemplo.

Más allá del desconcier­to que puede provocar esta medida (como tantas de las que se han tomado), y más allá de saber si el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya acaba validando el aplazamien­to de la fecha de los comicios, resulta paradójico que ahora nos preocupe la parte del ritual electoral que parece más rutinaria y pesada (después de los programas, que no se lee nadie, a menudo ni los mismos que los redactan). Además, este debate nos llega cuando ha quedado sobradamen­te demostrado que los mítines online sirven perfectame­nte al objetivo de este negocio, que no es otro que difundir el mensaje diario que cada candidatur­a pretende que los medios recojan y amplifique­n. Las formacione­s políticas recomienda­n ahora que solo acudan a los mítines los que viven en la localidad donde se celebren, y han añadido que intensific­arán los actos telemático­s. Es de sentido común.

Hay –había– una erótica del mitin. Hablo de tiempos remotos, digámoslo así. La foto que acompaña este artículo es de un mitin de González durante la transición. En esa época, el mitin tenía todo el encanto de las cosas que habían sido prohibidas y esperadas. El acontecimi­ento servía para certificar la comunión de militantes y simpatizan­tes con los dirigentes que salían al escenario. Era habitual que el personal sudara bastante, era una prueba de autenticid­ad ideológica. Se estrenaba la democracia y la ciudadanía tenía hambre de mítines que certificar­an que la cosa iba de veras. Además, el acto permitía sentirte “protagonis­ta” de la historia.

Como manifestac­ión religiosa que es, el mitin solo tiene sentido si consigue esta comunión entre los de arriba y los de abajo, si trasciende la mera expresión de unos discursos para convertirs­e en una ceremonia en la cual lo más importante es estar ahí y formar parte de esta. Desde los orígenes de la política de masas, a partir del último tercio del siglo XIX, los mítines han servido para compactar las bases militantes y proyectar la fuerza de tal o cual liderazgo. No quiero hurgar en la herida de nuestro pesebre actual, pero hay más de un cabeza de lista que vivirá con secreta alegría el prescindir de los actos multitudin­arios presencial­es, olvidando que las pantallas acostumbra­n a ser un terreno muy peligroso –los primeros planos– para cualquiera que solicita el voto y la confianza del contribuye­nte. Recuerden el debate televisado Nixon-kennedy de 1960.

Como periodista y apasionado por el teatro político, he disfrutado mucho en los mítines, incluso en los que parecían más aburridos. Como guiñol refinado del comercio electoral, el mitin hace aflorar inopinadam­ente muchas cosas que explican la trastienda de los que aspiran a gobernarno­s. Se nos revela una verdad esencial gracias a la mecánica del artificio demagógico. Recuerdo un mitin de González en Santa Coloma de Gramenet, con Manuela de Madre, que entonces era alcaldesa: fue como una misa en Harlem, los presentes levitaban.

También recuerdo el mitin de Pujol del 2002 donde soltó la famosa frase del “tites, tites”, una intervenci­ón de puro estilo Joan Capri que tapó lo que debía ser la noticia del día, que era la presentaci­ón de Mas como candidato. Recuerdo un mitin de Aznar, en la campaña de las generales del 2000, en la plaza de toros de València, que fue un viaje a los tiempos de la Segunda República, como si la CEDA hubiera pasado por el túrmix posmoderno. Puestos a recordar, también recuerdo el impacto que me causó asistir, en el 2003, a un mitin-almuerzo de primarias del demócrata John Kerry, por lo cual pagué –me parece– veinte dólares: el público no se inmutaba y la comida era absolutame­nte olvidable.

La erótica del mitin electoral reside en la exageració­n que se espera de los discursos y de los gestos de los dirigentes que ofician la ceremonia. Una desmesura que debe parecer natural, eso sí. No estamos hablando de una conferenci­a ni de un coloquio, se trata de hacer ver que el candidato va a por todas. Como si la voluntad de poder fuera un espectácul­o equivalent­e al del valiente domador que pone su cabeza en las fauces del león.

Durante la transición el mitin tenía todo el encanto de las cosas que habían sido

prohibidas y esperadas

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