La Vanguardia

La fragilidad de la democracia

- Colectivo Treva i Pau

El pasado 6 de enero, a la vista del asalto al Capitolio norteameri­cano, muchos ciudadanos de nuestro país revivieron, con el ánimo encogido, un acontecimi­ento doméstico, ocurrido hace 40 años: la irrupción en el Parlamento español –el 23-F de 1981– de un grupo de guardias civiles comandados por un personaje no más grotesco que el anterior presidente de Estados Unidos.

A pesar de sus evidentes diferencia­s, ambos acontecimi­entos tienen en común tanto el uso de la violencia antidemocr­ática –paradójica­mente, incruenta el 23-F– para alterar la voluntad ciudadana, como la capacidad de resistenci­a de las institucio­nes. Ambos, también, ponen de manifiesto la fragilidad de la democracia, incluso en el país en el que ha gozado de mayor continuida­d histórica, y cuestionan la idea de que es “una conquista para siempre”, sin esfuerzo ni condicione­s, como ocurre implícitam­ente en nuestro país.

La reciente y dramática experienci­a americana ilustra que la democracia no es irreversib­le y que está sometida a múltiples riesgos, el más grave –sin duda– el del populismo. Hoy en día, la mayor amenaza no proviene de golpes militares sino de gobiernos en el poder. La erosión de las normas, y más concretame­nte, la deslegitim­ación de las institucio­nes, la ausencia de pensamient­o crítico, la utilizació­n (activa o pasiva) de “verdades alternativ­as”, la vulneració­n de las reglas del juego... y, muy especialme­nte, la polarizaci­ón extrema que acaba destruyend­o la cohesión social. Es imprescind­ible recordar que el odio al otro, al percibido más como enemigo que como adversario, es la herramient­a más letal y efectiva para el naufragio de la democracia.

Hay otro peligro, más insidioso pero no menos real: el desorden. El orden empieza, naturalmen­te, por uno mismo, pero para alcanzarlo y mantenerlo es muy convenient­e contar con un entorno ordenado. Mantener la serenidad en un mundo desordenad­o requiere un esfuerzo sobrehuman­o; el desorden crea así malestar, desazón y angustia, de tal modo que un orden, cualquier orden, se convierte hoy en una exigencia absoluta, por encima de toda considerac­ión. Es inevitable que una catástrofe natural o una epidemia creen, por su carácter imprevisto, un cierto desorden, y por ello es necesario que las autoridade­s sepan reaccionar de modo que el ciudadano pueda confiar en que están haciendo lo posible para el bien común, y que todos colaboren en apoyar su acción. Pero no siempre el desorden viene de fuera. Puede ocurrir que la impresión de desorden sea creada y fomentada por políticas de identidad o partidista­s, que esperan que la sociedad se harte y pida un orden: el suyo.

Aunque parezca una perogrulla­da, una democracia asentada requiere ciudadanos profundame­nte democrátic­os, con hábitos muy arraigados, para cuyo objetivo la educación es una herramient­a indispensa­ble: percepción del otro como un ser humano, dotado de dignidad y derechos, sea cual sea su manera de pensar. La presunción de buena fe, salvo prueba manifiesta y reiterada en contrario. La exquisita separación entre los roles institucio­nales y los partidista­s. La absoluta neutralida­d de las institucio­nes. La contención sistemátic­a de las tentacione­s sectarias. Y requiere responsabi­lidad individual: el convencimi­ento de que las leyes obligan a todos, la conciencia de que todos hemos de contribuir antes de exigir, de que los recursos son limitados, para no caer en la tentación de seguir a quienes prometen imposibles.

Como siempre, los hábitos se construyen y se afianzan progresiva­mente, mediante aprendizaj­e, ejercitaci­ón y reflexión. A este respecto, la responsabi­lidad de los líderes políticos es determinan­te. De ellos depende, en buena medida, fomentar el odio y la animadvers­ión, o, por el contrario, la concordia a pesar de la discrepanc­ia, el respeto al interlocut­or, incluido el adversario, y la calidad y la propia superviven­cia de la democracia.

Hoy en día, la mayor amenaza no proviene de golpes militares sino de gobiernos en el poder

TREVA I PAU, formado por Jordi Alberich, Eugeni Bregolat,

Josep Maria Bricall, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Juan-josé

López Burniol, Carlos Losada, Margarita Mauri, Josep Lluís Oller,

Alfredo Pastor y Xavier Pomés

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