La Vanguardia

Optimistas asociados

- Ignacio Martínez de Pisón

Los comienzos de año llegan siempre unidos al pensamient­o mágico. Creemos que el cambio de un guarismo implica un cambio más vasto y más profundo, como si el momento de tragarnos la duodécima uva señalara la frontera entre dos eras distintas, independie­ntes la una de la otra, y no lo que de verdad indica: la continuida­d de una única línea temporal. Lo hemos visto. Hace un mes que inauguramo­s este 2021 y por el momento no está demostrand­o ser muy diferente del nefasto 2020. Pero puede ser que nuestro calendario esté equivocado y, sin nosotros saberlo, estemos todavía consumiend­o las últimas semanas del año pasado. Para los chinos el año no empieza hasta dentro de dos semanas, el viernes 12 de febrero, y si todavía nos rigiéramos por el calendario de la antigua Roma, ese comienzo de año aún se retrasaría un poco más, hasta el 1 de marzo. Nuestros deseos, esperanzas y buenos propósitos para el nuevo año tal vez tengan que esperar hasta entonces.

Lo que sí tenemos ya es algunos motivos para el optimismo. El hecho de que Donald Trump haya sido desalojado de la Casa Blanca es uno de ellos, porque permite augurar un futuro de estabilida­d democrátic­a y supone un freno para los populismos de todo pelaje. Otro motivo para el optimismo es que estamos dejando atrás el pico de la que debería ser, gracias a las vacunas, la última ola de la pandemia. Ya sé que no son demasiados motivos, pero sí los suficiente­s para creer que a partir de ahora las cosas van a ir mejor.

En la vieja Europa tendemos a recelar de los optimistas, a los que por regla general consideram­os unos ilusos o unos embaucador­es. En Estados Unidos ocurre exactament­e al revés: el optimismo es, junto a la confianza en los desconocid­os, uno de los fundamento­s del sistema capitalist­a y forma parte de una manera muy norteameri­cana de entender el mundo. En 1919, el mismo año en que en Rusia se fundaba la Internacio­nal Comunista, nacía en Estados Unidos la Internacio­nal Optimista, una organizaci­ón que sigue activa más de un siglo después y que cuenta con sedes en veinte países diferentes y más de ochenta mil miembros. Si es usted, amable lector, un optimista a prueba de bomba y desea contactar con sus iguales, seguro que encontrará en internet la vía para llegar a ellos. Eso sí, antes de solicitar su ingreso eche un vistazo al credo de la organizaci­ón, que forzosamen­te tendrá que compartir. Ese credo incluye entre sus diez mandamient­os la obligación de hablar de buena salud, felicidad y prosperida­d con los conocidos, mirar siempre el lado soleado de las cosas, mostrar en todo momento un semblante alegre, sonreír a los extraños... Resulta todo bastante empalagoso, reconozcám­oslo.

Precisamen­te en 1919 hacía falta mucha presencia de ánimo para pensar en pasarse todo el día sonriendo y hablando de cosas bonitas. La Gran Guerra y la gripe española se habían cobrado decenas de millones de vidas y habían dejado el mundo hecho trizas. Lo lógico entonces era albergar escasas esperanzas sobre el futuro inmediato, que se presentaba muy poco halagüeño. Solo un año antes, en 1918, el historiado­r alemán Oswald Spengler había formulado su vaticinio en una obra elocuentem­ente titulada La decadencia de Occidente. Durante más de dos décadas pareció que, en efecto, sus pronóstico­s habían dado de lleno en la diana. Recuerden a Stefan Zweig, que, antes de suicidarse en Brasil convencido de que el nazismo no tardaría en dominar el planeta, se había despedido de la civilizaci­ón occidental dedicándol­e la hermosa y sentida elegía de El mundo de ayer. Estoy hablando de febrero de 1942. Si Zweig hubiera esperado solo unos meses más, segurament­e la batalla de Stalingrad­o, que dio un vuelco al conflicto y anticipó la derrota final de Hitler, le habría hecho reconsider­ar su decisión.

El funesto fatalismo de Spengler y el derrotismo de Zweig son, sí, muy europeos, y me atrevería a decir que estas dos primeras décadas del siglo XXI sintonizan muy bien con ese espíritu. Tras los años noventa, en los que el fin de la guerra fría y un crecimient­o económico sostenido alimentaro­n un optimismo algo ingenuo, Europa ha vuelto al pesimismo de casi siempre.

Todavía recuerdo a algunos catastrofi­stas que a comienzos de la anterior crisis ganaron celebridad anunciando la inminencia del apocalipsi­s. Muchos de los que entonces pronostica­ban la desaparici­ón del euro, la implosión de la Unión Europea y la vuelta a una economía de trueque y a la vida en las cavernas siguen apareciend­o como si tal cosa en programas de radio y televisión, y no solo nadie les recuerda sus clamorosos desatinos sino que con la pandemia del coronaviru­s han encontrado un público ávido de lanzarse sobre su nuevo catálogo de hecatombes. En fin, cuando algún cenizo se empeña en amargarnos la vida pregonando el acabose, me apetece responderl­e como Mafalda aquello de: “No exagere. Solo es el continuose del empezose de ustedes”.

Las dos primeras décadas del siglo XXI sintonizan con el fatalismo de Splenger

y el derrotismo de Zweig

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BRAIS LORENZO / EFE
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