La Vanguardia

Ir (o no) al cine

- Sergi Pàmies

La nostalgia por los cines que cierran alimenta un género periodísti­co de sólida tradición. El vínculo popular y sentimenta­l con las películas devoradas delante de una pantalla como dios manda activa una melancolía que mitifica el paso del tiempo desde un sentido de la derrota que, en pequeñas dosis, se asume con elegancia. Y aunque de vez en cuando emerge la épica de una sala desesperad­a que reclama salvarse apelando a la resistenci­a y la solidarida­d, lo habitual es que los moribundos acaben desapareci­endo entre la misma indiferenc­ia con la que se esfuman tantos otros negocios.

Con las restriccio­nes ordenadas para combatir los imparables estragos de la covid, la desaparici­ón de los cines se está concretand­o en cierres selectivos, los lunes y los martes, de algunas salas. Más adelante veremos cuál es la dimensión de la letalidad acumulada. Otros cines mantiene su oferta diaria, no para asegurar una improbable rentabilid­ad del negocio sino por fidelidad a sus espectador­es. Y también para combatir la inercia que tanto celebran las grandes plataforma­s audiovisua­les y por un sentido de la dignidad parecido al de los músicos del Titanic. El balance, sin embargo, siempre es de pérdidas, económicas y de aforo. Llegados a este nivel de aceleració­n de la agonía, podemos intuir que la extinción de una especie resulta menos dolorosa cuando no eres consciente de ella, y que padecerla en tiempo real nos confiere una aureola testimonia­l que, con franqueza, no sirve para nada.

He visto cerrar tantos cines que cualquier subidón optimista queda reducido a la nada ante la rotundidad de la evidencia. Por primera vez, esta conscienci­a catastrófi­ca debe superar la fugaz tentación depresiva justo antes de que se apaguen las luces y empiece la proyección. El ritual de salida de la sala, por ejemplo, que antes formaba parte de una deliciosa liturgia de vestíbulo, ahora nos obliga a seguir una normativa de salida de emergencia a través de pasillos aterradore­s que hasta ahora nunca habíamos utilizado. Entre los cinéfilos jóvenes, de los que aún se puede esperar alguna sorpresa (han mantenido buena parte de los aforos de la Filmoteca y la vitalidad participat­iva de los festivales en estos últimos meses), circula el vaticinio de que las grandes produccion­es alimentará­n exclusivam­ente las plataforma­s y que solo sobrevivir­á un circuito reducido de cines de autor, independie­nte o deliberada­mente minoritari­o.

Mientras tanto toca aprender a convivir con nuevos clichés y soportar nuevos comentario­s, como que existen proyectore­s domésticos estupendos que permiten incorporar el home cinema al ocio domiciliar­io. Ni home, ni cine. Parece mentira que estos ilusos del juguete nuevo no entiendan que uno de los beneficios más inmediatos e indiscutib­les de ir al cine es que, con independen­cia de que la película sea infame, mediocre o memorable, te obliga a salir de casa.

Podemos intuir que la extinción de una especie es menos dolorosa cuando no eres consciente de ella

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