La Vanguardia

Un noruego en la selva

- Laura Freixas

Me consuelo de no poder viajar viendo películas de viajes. Como cualquier urbanita occidental con poder adquisitiv­o, llevo años pasando vacaciones lejos de casa. Pero solo con la pandemia me he dado cuenta de hasta qué punto lo necesito; y como no lo puedo hacer, lo sueño, ayudándome con documental­es como el reciente Newtopia, en el que un joven noruego, Audun Amundsen, relata sus tres viajes, a lo largo de quince años, a la selva indonesia.

En el primero, Audun se hace amigo de un tal Aman Paksa, un hombre en taparrabos que trepa descalzo a árboles altísimos y caza con arco y flecha. En el segundo, a Audun le surge una duda estética: Aman y su familia siguen viviendo en plena selva, sin electricid­ad ni agua corriente... pero tienen cubos de plástico; ¿y si les pide que los escondan mientras filma?... Poco después, Aman pide a Audun que le compre una motosierra, para hacer trabajillo­s en la ciudad más próxima, y comprar tubos de plástico en vez de los de bambú que llevan agua a su casa.

En el tercer viaje, Audun se encuentra a Aman con short y camiseta, móvil y cuenta corriente.

A los urbanitas –confesémos­lo– nos encantaría que existieran, muy lejos, exóticas selvas habitadas por fotogénico­s nativos en las que nosotros, abrumados de elegante spleen, pudiéramos pasar alguna que otra semana y luego volver a nuestro confort, tan aburrido. Pero resulta que quienes viven en la selva pueden preferir menos exotismo y más motores, plástico, sanidad. Como Aman Paksa, a quien se le murieron siete hijos. Tendremos que intentar la cuadratura del círculo: preservar la selva, y que sus habitantes tengan los mismos derechos que los urbanitas. Incluido, claro, el de viajar. Cualquier día de estos nos encontrare­mos a Aman Paksa fotografia­ndo la Sagrada Família. ¿Qué nos creíamos?

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