Elogio del churro
Las churrerías son alegría modesta y no presumen de “‘Take away’ desde 1967”
Afalta de sexo, buenos son los churros. Y las angulas con guindilla, los huevos fritos con chistorra o el rabo de toro aunque no sea de lidia.
¡Menuda temporada llevamos los divorciados! ¡Así no hay quien peque!
Mientras los casados disponen de tiempo, ocasiones y domicilio fijo, el placer de los desparejados está en cuatro tonterías inocentes, ¡nosotros que fuimos tanto!
Yo, esta semana, he mojado un churro en un vaso de plástico con chocolate en el barrio del Carmel de Barcelona, cosa que al lector le trae sin cuidado aunque se tratase de churros crujientes, sin rastro aceitoso y recién salidos.
¿Qué pretendo? En primer lugar, dar envidia al lector casado porque su vida sexual no se ha resentido por la covid –a diferencia de la mía–, pero si se zampa una papelina de churros a media mañana, acaso le cae bronca.
–¡Eso, calorías para el colesterol! ¡Solo piensas en comer!
En segundo lugar, quiero poner en valor –como diría un genio– las churrerías, como la Terrón del Carmel, porque son negocios que reparten alegrías a los pobres, al que madruga y al que trasnocha, aunque les pueda la modestia y no pongan en lo alto del rótulo comercial: “Take away desde 1967. Aquí se emprende”.
Si el cine español fuese parisino, tendríamos en la cabeza la escena de una pareja de mileuristas, que se han conocido en un bar de copas y comienzan el día compartiendo una papelina de churros por el bulevar mientras él le pide el móvil, ella le saca un pañuelo de papel y la gente se apresura para ir al metro. Cien gramos de churros, sería el título.
Si compartir sardinas con una mujer ya es de nota, compartir unos churros tampoco es de mancos. Y si uno quiere pecar en solitario, media docena y arreando.
La covid es un tostón y toca reinventarse, de modo que urge inventarse alegrías. Solo he percibido alegría en una cola estos días –las colas son la otra estampa de la covid– y no fue en un banco ni en correos, sino en aquella churrería.